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Para que las piedras vuelvan a ser imágenes

Para que las piedras vuelvan a ser imágenes

Sigfredo Ariel

 

En víspera de su centenario, José Lezama Lima se nos va completando más, como una ciudad a la cual le van creciendo anillos.

A la decisión del Instituto del Libro de re-editar toda su obra –entendiendo esta como el conjunto de sus libros publicados– se suman y sumarán a lo largo del año 2010, otros volúmenes que recogen textos aparecidos en revistas y periódicos, algunos pocas paginas inéditas, y si hay suerte, se re-editará su Antología de la poesía cubana, antes del próximo diciembre.

Por el aniversario lezamiano aparecerán (están apareciendo, imprimiéndose o escribiéndose ahora) libros de entrevistas, ensayos y materiales críticos que le han dedicado otros autores a su literatura. ¿Quién duda que la suya es de las más atractivas de nuestra historia? ¿Quién habla en estos días de hermetismo y oscuridad? ¿Quién se queja hoy de no entender a Lezama?

Aunque sean, en general, considerados como suburbios de un centro principal, o sea, del grupo de sus libros de poesía, ensayo y novela, los anillos que se van añadiendo a su obra a partir de textos «redescubiertos», rescatados de la dispersión, ensanchan considerablemente la luz que de manera creciente se ha venido echando en los últimos veinte años (y más) sobre su literatura, y sobre el rostro del singular hombre cubano que fue Lezama.

Si ha habido una linterna constante sobre el autor de Paradiso, es sin duda la que mantiene encendida Ciro Bianchi Ross. En otra página relaté el servicio inapreciable que significó la aparición su compilación Imagen y posibilidad para mi generación, advertida por toscos funcionarios desde muy temprano de los peligros que significaba cualquier acercamiento a Lezama, por razones que ahora, a la vuelta de un par de décadas, parecen absurdas, inconcebibles para los más jóvenes que no conocieron (ni padecieron) las últimas brazadas del muy llevado y traído quinquenio gris, decenio negro o como quiera llamarse a aquel periodo de terror burocrático que clamaba por un supuesto «papel activo del intelectual en la sociedad socialista» en el cual no encajaban las aventuras sigilosas de un autor oscuro, pornográfico y católico por añadidura, sino el panfleto de urgencia política y la chatura formal.  

El Lezama periférico recogido por Ciro Bianchi a inicios de la década del 80 no sólo sirvió a los jóvenes de entonces como herramienta que blandir contra amenazantes mediocridades, sino como complemento para la lectura de una obra en la cual nos adentrábamos fascinados. Allí estaban, entre otras revelaciones, su carta abierta a Jorge Mañach en Bohemia, varios reveladores editoriales de Orígenes, y sobre todo el hondo texto que es «La posibilidad en el espacio gnóstico americano» del cual salta el ángel de la jiribilla: «fabulosa resistencia de la familia cubana. Arca de nuestra resistencia en el tiempo, cinta de la luz en el colibrí, que asciende y desciende, a la medida del hombre, como un templo, como una luz instrumentada por Anfión, del linaje de Orfeo.»

En 1981 Imagen y posibilidad cumplió un rol libertario. Con ese libro, dije alguna vez, «Ciro nos puso a Lezama en el plano terrenal», abrió una puerta nueva para contemplarlo mejor, y puso humildemente su linterna en el umbral a través un prólogo que concluye así:

 

Advertimos al lector que esta compilación no es exhaustiva. A pesar del cuidado con que creemos haber trabajado, no nos atrevemos a garantizar que todo lo que hubiésemos deseado que estuviese, se encuentre en este libro. No nos preocupa, sin embargo. Dice Kenko en el Libro del ocio: «Es más interesante dejar las cosas incompletas, esto otorga la plácida sensación de que hay lugar para la prolongación de la vida. Hasta cuando construyen un palacio imperial, siempre dejan un lugar inconcluso».

            Quizás mañana, hojeando una publicación, nos salte un artículo disperso. Será maravilloso, pues vendrá a confirmarnos que Lezama está aún entre nosotros.

Esta alegre confirmación (o profecía de Ciro) se verifica ahora en Lezama disperso. Publicado por Ediciones Unión, con gran tirada, suma un nuevo anillo, una onda más –y no estrecha– a la bibliografía lezamiana, a la presencia de Lezama en la actualidad literaria cubana.

Aquí nos reencontramos con los textos en prosa que en 1988 aparecieron en las páginas de la Revista de la Biblioteca Nacional, en un número que, recuerdo con su fea portada gris, estremeció a los lezamianos furibundos, comando siempre alerta, como la divisa de los pioneros, quienes bebimos aquellas páginas que habían permanecido inéditas hasta entonces con avidez y gozo. (Por cierto, en esa entrega de la Revista de la Biblioteca... –excusen la digresión— se halla el poema conmovedor que Lezama dedicó a un par de zapatos que en medio de días de penuria material le enviaron de regalo sus hermanas, página que espero no se eche de menos en la nueva edición de su Poesía completa.)

Al grupo de trabajos reunidos en el año 88 en la Revista de la Biblioteca Nacional, ahora reproducidos en Lezama disperso pertenece «La egiptización americana» y «Triunfo de la Revolución Cubana», textos que dialogan vivazmente con «Imagen de América Latina», –publicado en Bogotá en 1972– en el entorno de una de las preocupaciones primordiales del escritor: la América nuestra como paridora y al mismo tiempo corpus de la imago: «La imagen termina por encarnar en la historia, la poesía se hace cántico coral», dice Lezama en el último de los artículos mencionados, para concluir: «En el centro de la historia americana, en el quincunce del espacio incaico, sigue ganando las más decisivas batallas por la imagen, las secretas pulsaciones de lo invisible hacia la imagen, tan ansiosa de conocimiento como de ser reconocida.»

La noción lezamiama de la imagen como «causa secreta de la historia», –frase con la cual inicia el primero de los artículos reunidos en Imagen y posibilidad, se desarrolla y ramifica en muchas de sus páginas, en especial cuando alude a José Martí: ser de milenaria sabiduría, dice Lezama, refiriéndose al Apóstol, sin temblarle la mano, en el texto «Hallazgo, encuentro, descubrimientos...», publicado en la revista Unión.

De los trabajos que Lezama dedicó a la obra de Mariano Rodríguez, se encuentran tres de ellos aquí. El más antiguo está fechado en 1943, el segundo fue escrito para el catálogo de una exposición que el artista compartió con Lozano en 1949, publicado mismo ese año en Orígenes. En el tercero y último (también concebido como notas de catálogo) el poeta saluda en 1962 la madurez creativa de su amigo pintor con esta frase extraordinaria: «Dichoso Mariano que ha podido ver los cuatro grandes ríos: el Ganges, el Sena, el Amazona y el Almendares. (...) Si se reúnen en la imagen los cuatro grandes ríos –dice unas líneas después– se logra la extemporalidad, la isla de la dormición germinativa que busca la casa del árbol: la voluptuosidad arbórea, porque la fluencia del río es siempre una prueba.»

 En el curso fluvial de Lezama disperso aparecen varios otros islotes y deltas deleitables, de ellos me gustaría destacar su «Conversación con Paul Valéry», sus párrafos de recuerdo a Guy Pérez Cisneros, el saludo que dedicó a los poemarios Las mágicas distancias y A nadie espera el tiempo de Cleva Solís en 1961 y como pícara curiosidad, un delicioso texto fechado en 1948 titulado «Los zurdos», que quizás (quizás, porque no se ha podido precisar el propósito conque fue escrito) formaba parte de las Sucesivas, que publicó primero en el Diario de la Marina y luego recogió en Tratados en La Habana. Con mano cáustica en «Los zurdos» fustiga la mediocridad intelectual de ciertos escritores cubanos de la época «productos de la actual desintegración política, [que] pasan a la cosa intelectual en su terrorismo pornográfico y su viveza de tropical perezoso.» Y continúa el retrato: «Son los zurdos, combaten a aquellos que por natural jerarquía les pueden enseñar de todo y a los que envidian con celo cainita.»

De especial interés son sus respuestas a la encuesta que sobre «Literatura y sociedad» promovió Enmanuel Carballo para la Revista Mexicana de Literatura en 1956, año del cisma de Orígenes.  

El volumen reproduce también la trascripción de sus palabras en el panel dedicado a Julio Cortázar y su Rayuela en 1967, organizado por Casa de las Américas, donde Lezama no tuvo reparo alguno en expresar del argentino: «Sus dones críticos me parece son superiores a sus dones de creador. Lo que sabe, en él es más poderoso que lo que desconoce, y en un escritor grande, poderoso, lo que desconoce tiene que ser mucho más fuerte que la corriente crítica.»

En la conversación sobre Cortázar, en la cual participaron Roberto Fernández Retamar y Ana María Simo, el hombre de Enemigo rumor moviliza, para argumentar apreciaciones y comparaciones, sus juicios (algunos verdaderamente inquietantes) acerca de Joyce y Proust, Borges, Marechal, Flaubert, Chejov, Valéry, Raymond Russell, Dostoievsky, John Donne y muchos autores más. Yo me pregunto, imaginándola: ¿fue realmente una conversación aquella? Por lo pronto, resulta delicioso leerla ahora.

En Lezama disperso está el testimonio de la gran caída espiritual que significó para el escritor la muerte de su madre en 1964; una serie de apuntes sobre Paradiso que de seguro servirán de claves a estudiosos y críticos de la novela, y su oración ante la caída en combate del presidente chileno Salvador Allende.

Este libro rescató además, de las páginas de Verbum, «Gracia eficaz de Juan Ramón Jiménez y su visita a nuestra poesía», ensayo que no sólo contiene una afilada crítica a la obra poética de varios cubanos –y a la errancia de la crítica literaria  nacional de entonces–, sino que permite vislumbrar cómo, a través de sus comentarios sobre la antología La poesía cubana en 1936 realizada por el poeta español, maduraba el temprano e intransferible punto de vista sobre la asunción de la escritura y el hecho poéticos que poseía el joven Lezama, ideas y circunstancias que son esclarecidas en un par de extensas notas del compilador paciente y enterado que es Ciro Bianchi, quien muy pocas veces abandona los textos lezamianos a la suerte que puedan correr con el lector, sino que aparece ­–diría Gabriela Mistral sobre el papel de las notas–, como un diablillo puntual para desaparecer enseguida que concluya su tarea.

Por ejemplo: Bianchi comenta al pie (y documenta) el caso de Emilio Ballagas, que es atacado aquí con mano dura por Lezama, quien lo redimiría años después, tras la muerte del camagüeyano, en el artículo «Gritémosle ¡Emilio!», recogido en Imagen y posibilidad, compilación que a mi juicio, precisa ser re-editada ya o al menos, mientras tanto, ser repasada otra vez por el lector de Lezama disperso.

Así, en un cercano punto del camino, nos convenceremos que muy pocas veces los textos dispersos de Lezama Lima son andurriales, sino que encarnan acrecimientos de su obra, de su pensamiento, y también de sus contradicciones. Festejemos en este recorrido la compañía de Ciro Bianchi, quien hace las veces de Virgilio con su linterna alzada sobre la altura de nuestras cabezas –igual que aparece el latino en el grabado de Doré–, no para que nos auxilie a descender al Hades, sino para continuar andando tan campantes por el bosque de la imagen, que plantó y continúa haciendo crecer José Lezama Lima.

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