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El periodista más leído

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Entrevista con Ciro Bianchi Ross 

Susadny González Rodríguez 

“Ciro Bianchi Ross es capaz de entrevistar a un árbol para preguntarle sobre el escondite de Adonais”, escribió  en una ocasión José Lezama Lima. Durante 40 años de fructífera labor este hombrecito sencillo ha logrado plasmar en el papel una mirada propia, buscando el lado humano en cada entrevistado, en cada acontecimiento que reporta.  «Comencé a hacer entrevistas por envidia», afirma. Entendió a tiempo que a pocos podía interesar su vida. Prefirió entonces hurgar en el quehacer de otros mediante un diálogo bien llevado, lo que terminó otorgándole  un lugar merecido dentro de nuestro periodismo.   Hoy Leonardo Padura  califica sus crónicas como “necesarios y jubilosos islotes”,   y  Rosa Miriam Elizalde le celebra   su vehemencia y su audacia y también su condición de observador febril e instintivo. Un periodista que, dice Manuel Echevarría, no ceja en su empeño de redescubrir el mundo y contarlo a su manera.Conversador con dotes de humorista. Fiel al cigarrillo y al añejo. Amante del buen café… Parece una enciclopedia  viviente que no ofrece espacio a la vanidad y evita sentarse a la sombra de la insuficiencia. La cabeza semidesierta evidencia el paso de los  58 años cumplidos el pasado 31 de octubre. Es tal vez el periodista cubano  más leído. Está traducido a idiomas  impotables como el japonés.  Sus libros se agotan casi en el mismo momento en que salen de la imprenta y es mucha la resonancia de su columna dominical en el periódico Juventud Rebelde. Como si eso fuese poco, su blog Barraca habanera tiene “Full Record” de entradas entre las bitácoras cubanas en Internet, según aseveran estudios  del Scout Portal Toolkit, de Estados Unidos.

¿Cómo fueron sus inicios en el periódico El Mundo?

El Mundo era, todavía en 1967, un gran periódico en la línea  tradicional. Tenía una página fuerte de opinión. Escribían en ella de manera habitual, Loló de la Torriente, Samuel Feijóo, Salvador Bueno, Manuel Díaz Martínez y muchos más. Eventualmente lo hacían  Cintio Vitier y Carpentier. En esa página y con tales vecinos  me vería yo a partir del 21 de enero de ese año. A los 17 años—estudiaba bachillerato— como no conocía a ningún periodista envié por correo a Luis Gómez Wangüemert, el director, un artículo sobre Tristán de Jesús Medina, cura y poeta del siglo XIX. Eran dos cuartillas escritas en una máquina prestada. Lo publicaron. Seguí escribiendo y enviándole mis artículos y cuado tenía ya unos cuantos publicados, Wangüemert me hizo un pago retroactivo desde la primera colaboración, dinero que aproveché para adquirir los volúmenes que todavía me faltaban de las Obras completas, de Martí, y Hombradía de Antonio Maceo, de Raúl Aparicio. Comprendí de golpe que escribir sería lo mío. Me gustaba hacerlo y además pagaban por ello. Decía Oriana Fallaci: «Los periodistas somos unos privilegiados. Vivimos en la pasión por contar historias. Tenemos curiosidad por saber lo que pasa y gozamos con el placer de contarlo. Y nos pagan por eso».

Cintio, Carpentier, Loló, Samuel… ¿No tuvo temor de no estar a su altura?

Siempre he sido muy atrevido y entonces lo era más que ahora. Por otra parte, fue el director del periódico quien decidió que yo estuviese en esa página.

¿Quiénes lo influyen?

—Viví una de las experiencias más enriquecedoras del periodismo revolucionario: la revista Cuba Internacional. Fue para mí una verdadera escuela a partir de 1972 y  complementaba esa enseñanza práctica  con lecturas incesantes. Allí publiqué una entrevista a Nicolás Guillén en ocasión del setenta cumpleaños del poeta nacional, diálogo que se desplegara a ocho páginas con portada. Fue mi primer trabajo publicado en esa revista.En esos años me leí completa la sección “En Cuba”, de  Enrique de la Osa,   desde que apareció en 1943 hasta 1960, cuando comenzó a perder interés.  Aprendí mucho con ella desde el punto de vista profesional, aunque hoy comprendo  que fue expresión de una  visión tendenciosa y parcializada de la realidad nacional. Pese a eso, sigue viva por su técnica, por su empeño logrado de ofrecer “la noticia vestida”, y sigo considerando a Enrique, a quien quise mucho, como uno de los grandes periodistas cubanos. Jaime Sarusky es un periodista siempre cercano, como también lo fue un cronista llamado Nicolás Guillén. Cuba: ZDA, de Lisandro Otero, fue importante en su momento. Al igual que Los que luchan y los que lloran, de Jorge Ricardo Masetti, y Tras la cortina de chiclet, del cubano Ángel Boán, hoy tan olvidado. Si de entrevistas se trata, nada superó para mí, en su tiempo, un libro como El oficio del escritor, y mucho me entusiasmaron las entrevistas de Luis Suárez, sobre todo su largo y apasionante diálogo con Diego Rivera, y el Reportaje a Perón, de Carlos María Gutiérrez. Alejo Carpentier y Leonardo Padura  cada día se me hacen mayores como cronistas.

 — Una vez dijo que un periodista joven debe hacerse imprescindible en una redacción. ¿Usted lo consiguió?

Evidentemente. Un periodista joven que entra en competencia con gente de mayor edad y experiencia tiene que saber hacerse imprescindible; hacerse notar con su trabajo,  mostrarse dispuesto a acometer cualquier encargo y hacerlo bien. Tiene ventajas a su favor: los viejos acopian los conocimientos y las “mañas”, pero han hecho lo mismo muchas veces y están cansados, sienten ese agobio que llegan a causar todas las redacciones. Eso hay que aprovecharlo antes de que uno mismo empiece también a sentir ese agobio.

 El diario Juventud Rebelde lo acoge a partir del 4 de noviembre del 2001, con la publicación de  Paciencia, mucha paciencia, crónica   dedicada a la vida de Félix B. Caignet, autor d El Derecho de nacer. Allí aceptó el reto que la pluma de Enrique Núñez Rodríguez imponía en la página  de Lectura de ese diario.  La palabra exacta, la crónica exquisita impregnada de historia, el humor de trasfondo en cada párrafo, no tuvieron en cuenta el precedente. Cautivó la curiosidad y la sed de conocimientos del lector dominical.

Aunque nunca pensé en una colaboración sistemática, tenía muchas ganas de verme en la edición dominical de ese diario. Un jueves por la mañana me llamó Rosa Miriam Elizalde, en aquel tiempo subdirectora del periódico, para invitarme a ser el “vecino de los altos” en una página que compartiría con Enrique. Acepté de inmediato. Le advertí que escribía a máquina, lo que podría resultar un inconveniente para el trabajo de la redacción. No dio importancia al detalle. Cuando le dije que contara con mi primer trabajo para la semana entrante, contestó que lo esperaba ese mismo domingo. No tuve alternativa. Y ese domingo apareció mi primera crónica.

Sus crónicas en Juventud Rebelde lo han convertido en uno de los periodistas más leídos de Cuba…

—Es una página muy agradecida y ha gozado desde el inicio del favor de los lectores. Benévolos que son. No hay otra explicación posible.

 53 PREGUNTAS PARA LA HISTORIA

Bianchi realizó la compilación de Imagen y posibilidad de Lezama Lima. Editó la correspondencia y  los diarios de ese  escritor y trabajó en la edición crítica de Paradiso junto a Cintio Vitier.De su pluma han salido varios títulos, donde cultiva y brinda una clase magistral sobre el género que dice empezó a  hacer por envidia: la entrevista.Las palabras de otro (1983) fue calificado por la crítica como: «un libro para la historia. Un orgánico contrapunteo entre periodismo y ensayo que define un estilo dentro del testimonio». Allí conversa con prominentes personalidades de las letras cubanas: Eliseo Diego, Cintio Vitier, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén

 —Para su entrevista con Guillén, ¿consultó la obra del poeta o simplemente tenía ya dominio de ella?

Empecé muy temprano a leer a Nicolás Guillén. Me asomé a su poesía gracias a aquellos libritos que publicaba la editorial Losada, de Buenos Aires, en su colección Contemporánea. En 1960, 1961, apenas había ediciones cubanas de los libros de Nicolás. Después empecé a interesarme también  por su periodismo. Aunque muchos no lo reconocen, nuestro gran poeta fue un gran periodista, y yo no me perdía una de aquellas crónicas que en esa época daba a conocer en el periódico Hoy. Ya en 1962, Samuel Feijóo publicó una selección del periodismo de Guillén, Prosa de prisa, y el primero de los dos volúmenes de Nicolás Guillén: apuntes para un estudio biográfico-crítico, de Ángel Augier. Conocía todo eso cuando la revista Cuba Internacional, a comienzos de 1972, me encargó aquella entrevista por su cumpleaños. Lo primero que hice fue visitar al poeta en su despacho de la Unión de Escritores y solicitarle la entrevista a nombre de la revista Cuba. Dijo que sí y pidió que le hiciera llegar el cuestionario.  Nunca me ha gustado entregar al entrevistado un cuestionario previo. Obliga al entrevistador a un quehacer exhaustivo. A aparentar una brillantez que estimule la apetencia del entrevistado. Sin contar que cuando el entrevistado ve el cuestionario, insiste en responderlo por escrito, lo que en la mayor parte de los casos resta a la entrevista espontaneidad y frescura y trunca la posibilidad de la repregunta.  No tenía alternativa, y, aunque me preciaba de conocer la obra de Nicolás, para hilvanar el cuestionario que me pedía volví a volcarme sobre sus poemarios, repasé su periodismo, estudié los comentarios sobre su obra que tuve a mi alcance y releí otra vez de cabo a rabo  el estudio de Augier, que entonces iba ya por el segundo volumen.Un día, de mañana, llegué a su despacho con el dichoso cuestionario a cuestas: 53 preguntas. Lo leyó el poeta con detenimiento y luego de asegurar  que lo contestaría preguntó si prefería grabar la entrevista  o coger al dictado sus respuestas. Como hasta entonces nunca había utilizado una grabadora y estaba loco por hacerlo, le dije que prefería grabar. Sucedió lo previsible.  Dijo el poeta: Entonces, te la responderé por escrito. Prometió hacerlo cuanto antes.

— ¿Fue así de fácil?

—Varias semanas después recibí una llamada telefónica de Sara Casals, su secretaria. Nicolás quería verme esa misma tarde, a las dos, en su casa. “Trata de llegar a la hora, recalcó Sara, pues él tiene pensado irse a la playa, pero no lo hará hasta que hable contigo”. Me extrañó sobremanera el lugar de la cita pues bien sabía, se lo escuché decir a él mismo, que, como norma, eludía recibir en su casa. Me extrañó también lo perentorio de la llamada. Cuando a la hora exacta toqué a la puerta del piso 22 del edificio Someillán, en el Vedado, tenía el convencimiento de encontrarme con mi cuestionario respondido. Una sirvienta me condujo a la sala de estar.  Él contestó mi saludo sin volverse y me invitó a sentar. Fue al grano. Dijo: “Te he mandado a buscar para decirte personalmente que no contestaré tu cuestionario”. Inquirí los motivos. “Mira esta pregunta, por ejemplo. Aquí tú te interesas en saber por qué yo no participé en la lucha contra Machado… Si te hubieras tomado la molestia de consultar el libro de Ángel Augier sabrías el por qué”. Respondí que el libro en cuestión no lo había leído una vez, sino dos: una, por el placer de leerlo y otra, precisamente, para elaborar el cuestionario, pero que a mí no me interesaba lo que pudiera decir el afanoso  crítico, sino lo que él tenía que decir al respecto. “Pues si quieres tu entrevista, tendrás que cambiar todas las preguntas porque de este no responderé ninguna”. Hoy es viernes, le dije. El lunes tendrá usted en su despacho el nuevo cuestionario. En efecto, el lunes, estaba yo delante del poeta con otras 53 preguntas. Comenzó a leerlas. Su cara se contrajo en una mueca de desagrado. De las anteriores, yo había cambiado 52 pues en la nueva entrega dejé  intacta la pregunta sobre su no participación en la lucha antimachadista.“Mira, voy a responder ahora, y no por escrito, a tu interés. No participé en la lucha contra Machado porque, a consecuencia de la muerte de mi padre, asesinado durante la revolución liberal de La Chambelona, yo estaba desencantado de la política tradicional”. Siempre he pensado que el entrevistado necesita a veces que lo sacudan para hacerlo hablar y obligarlo a mostrar su verdad. Jugándome el todo por el todo, repuse: es que por ahí se dice que en ese tiempo usted desempañaba un puesto de censor en el Ministerio de Gobernación (Interior) de la dictadura… En cuanto a lo que me dice acerca de su desencanto, yo no sabía que en ese tiempo el Directorio Estudiantil, el ABC, el Partido Comunista, el Ala Izquierda y otros grupos que llevaron el peso de la lucha contra Machado formaban parte del juego de la política tradicional… Me interrumpió. “Tú hablas demasiado de prisa y yo oigo demasiado despacio”. No se habló más. Nos despedimos en los mejores términos luego de aseverarme de que diera por segura la entrevista. Cuando franqueaba ya la puerta de salida me preguntó la edad. Veintitrés años, respondí e inquirí a mi vez: ¿Por qué? Me dijo: “Pareces que tienes 24”.

¿Le gustó al poeta aquella entrevista?

—Jamás se lo pregunté. En verdad, nunca he preguntado a un entrevistado si le gustó o no la entrevista que le hice. Pienso que sí. Luego de entregarme sus respuestas mecanografiadas, con decenas de correcciones e interpolaciones hechas por su propia mano, siguió dándole vueltas al texto y me llamó por teléfono  un par de veces para que retocara un pasaje o hiciera un añadido. Gracias a su gestión, la entrevista apareció en Crisis, la revista que Eduardo Galeano dirigía en Buenos Aires, y en la Recopilación de textos sobre Nicolás Guillén que hizo Nancy Morejón. En una de esas precisiones que introdujo  después, y que no estaban en el texto original, es cuando Nicolás revela que su padre, sorprendido enfermo, había sido asesinado por un grupo de soldados de  la tropa del teniente coronel Lezama Rodda. Esa revelación afectó mucho a Lezama. Nunca se había hablado de eso y Nicolás no lo había dicho antes. Lezama reconocía que su padre, muy querido y respetado en el Ejército, fue un militar de mano dura, pero vio aquello como un golpe bajo que recibía, en el ostracismo en que  estaba, en un momento en que no podía defenderse ni reivindicar la memoria de su  progenitor. Nicolás, que era un hombre muy fino y delicado, me dijo que lo había hecho, y hoy me apena repetirlo, porque aquella era “una entrevista para la historia”. Por cierto que en la entrevista  le pedí que, a la vuelta de los años, comentara una frase aparecida en el número inicial de La Gaceta del Caribe y que iba dirigida directamente al pulmón de Lezama Lima: “Nadie necesita de plateadas espuelas para hacer andar a Pegaso”. En su primer manuscrito respondió, que “eso estaba ya muy lejos”. En una versión posterior, y también “para la historia”, escribió: “Nunca colaboré en Espuela de plata, pues mantuve un criterio francamente opuesto al de sus redactores. Yo pertenecía al grupo de los escritores revolucionarios y nuestro papel estaba junto a las masas trabajadoras…”Cuando Lezama leyó eso, me dijo: “Respuesta inexacta. Es verdad que jamás colaboró en Espuela de plata, pero lo que debió haber dicho es que nunca nadie lo invitó a que lo hiciera”.

¿Cómo eran las relaciones entre ambos poetas?

—Cordiales, en sentido general, diría yo. En la selva, las fieras marcan su territorio y no traspasan las líneas imaginarias; se observan desde lejos. En una ocasión, en alusión a Nicolás,  Lezama me comentó que bastaba leer su poema “Iba yo por un camino” para convencerse del gran poeta que era. Y en otra me contó que, en 1968, cuando el  jurado del premio de  poesía Julián del Casal de la UNEAC se inclinaba por  Fuera del juego, de Heberto Padilla, Nicolás había ido a verlo a su casa para pedirle que no votara a favor de ese poemario. “No me digas que te gusta porque la poesía de Padilla nada  tiene que ver contigo”, afirmó el autor de Tengo y Lezama ripostó que, en efecto, no le gustaba el poemario, pero era, sin duda, el mejor de los que competían y que el hecho de que él votara en contra poco alteraría el resultado final pues el resto del jurado había decidido ya concederle el galardón. “Salva tu responsabilidad”, le advirtió Nicolás, y añadió: “Padilla es una mala persona. Recuerda  la saña con la que te atacó en los primeros años de la Revolución; fue implacable contigo y con Orígenes”. Lezama no había olvidado, pero imagino que, vanidoso como era, lo conmoviera el poema de pecador arrepentido que Padilla le dedicaba en su libro. Cuando Nicolás se percató de que no lo convencería de que votara en contra de Fuera del juego, le dijo: “Allá tú. Te vas a echar una palangana de mierda en la cara”. Y Lezama, recordando la frase, expresó aquella vez: “No sabes lo que me ha pesado no haberle hecho caso a Nicolás”.

Lezama fue un hombre muy cercano a usted. ¿De él,  qué lo impresionó más? ¿El escritor o el hombre?

Lezama era un hombre imponente. Simpático. Comunicativo, cordialísimo y muy generoso. Yo diría que su rasgo distintivo era la generosidad.

NI UN SOLO APUNTE

En 1988 aparece Voces de América Latina, libro asimismo  muy bien acogido por la crítica, donde Ciro ofrece una visión de la vida y los  sueños de prestigiosos narradores latinoamericanos. El más antiguo de los textos es el de José Lezama Lima. «Excepto Miguel Barnet, Pedro Jorge Vera y Mario Benedetti que lo hicieron por escrito, el resto respondió de viva voz y yo recogí sus palabras sin valerme de la grabadora. Ni con Julio Cortázar, ni con Augusto Monterroso hice un solo apunte», afirma en la introducción del volumen 

— El hecho de no utilizar la grabadora, ¿lo ve como un desafío a su memoria?

—La memoria se ejercita. Los periodistas abusan tanto de la grabadora que llegará el día en que se queden sin recuerdos. Comencé a trabajar en una época que esas grabadoras pequeñas no existían en Cuba. Y nadie soñaba con el audio layer.  No niego su utilidad y reconozco que en medios como la radio, se hace imprescindible, pero es muy trabajosa. Lo obliga a uno a escuchar, por lo menos, la misma entrevista dos veces. Decía Truman Capote que cualquier persona es capaz de recordar con exactitud lo que le dijeron dos horas antes.Uno toma  notas y va haciendo al mismo tiempo la edición de su texto.  A la hora de redactar, el trabajo se hace más fácil y el resultado, menos encartonado. Porque una cosa es el lenguaje hablado y otra la palabra hablada llevada al papel

.¿Nunca teme olvidar un detalle importante?

—Se tiende a memorizar lo esencial. Si algún detalle se me quedó fuera, dé por seguro de que no era importante. Si de entrevistas y reportajes se trata, de manera invariable dejo transcurrir unos días  entre el momento en que acopié la información y el momento se sentarme a escribirlos. En ese periodo se borra lo secundario y queda solo lo esencial o es de un interés mayor. Y es en ese tiempo en que aparece la oración con la que iniciaré mi texto.

— ¿Le ha traído inconvenientes  el hecho de no  utilizarla?

Nunca. Sé  que algunos de mis entrevistados se han sentido incómodos por lo que les hice decir  o por la forma en que los retraté y caractericé. Pero ninguno me ha desmentido jamás.Asumo mis responsabilidades hasta el final. Sé muy bien que hay gente que no debe entrevistarse si no es con una grabadora de por medio. Ministros, por ejemplo. Por eso nunca he entrevistado a ninguno. Se lo pierden ellos. No desconozco  lo difícil que resulta para un periodista cubano entrevistar a un ministro o a un miembro de nivel del funcionariado: ninguno concede entrevistas y, por derivación o imitación, tampoco las dan los funcionarios menores. Entre la crisis de la noticia y la falta de reportajes y buenas entrevistas, languidece  la prensa cubana. 

 Atraer a los lectores… ¿Ha sido siempre ese el motivo de sus entrevistas?

 --Las motivaciones son siempre las mismas: el interés de embocarme con el entrevistado, ser el hilo conductor entre él y el lector, hacerle decir lo que mucha gente quiere saber acerca de su vida y, a la postre, estar en su bibliografía.   

 UN GÉNERO SUTIL, DELICADO, COMPROMETEDOR

Ciro no oculta su preferencia por La Oreja de Dios (1998), donde conversa sobre la aventura de hacer periodismo contada por quienes lo hacen: el cubano Enrique de la Osa, Ernesto González Bermejo, uruguayo, Gregorio Selser, argentino,  el brasileño Fernando Morais  y otras personalidades  dedicadas a esta noble profesión.

— ¿Cómo prepara sus entrevistas?

—Antes de encontrarme con alguien para entrevistarlo —entrevistas de personalidad, desde luego— procuro conocer de su vida y su quehacer tanto como él mismo. Todo me interesa, sus éxitos, sus fracasos, sus matrimonios, sus decepciones, pues nunca se sabe por dónde se agarrará al personaje ni desde qué lado podrá uno encajarle la banderilla.Tengo una muy extensa colección de recortes, clasificados y archivados. Y ficheros en los que acumulo toda la información que pueda acopiar sobre una persona célebre, sin que saber si algún día llegaré a entrevistarla. No es raro que en el acopio de datos me valga además de fuentes vivas, amigos y enemigos del personaje que me darán una visión más amplia, diversa y contradictoria. Los “pecaditos” también quedan anotados, y los utilizo eventualmente. Por lo común, preparo un temario de antemano, que no es, por supuesto, una camisa de fuerza, sino una pauta, una guía, que muchas veces se rompe.

— ¿Qué tiene en cuenta a la hora de organizar las entrevistas para un libro?

—Me es muy fácil porque desde el momento en que acometo la entrevista pienso en el libro en el que la incluiré. Para mí la publicación periódica, con todo lo importante que pueda ser, es siempre transitoria, convencido de  que el destino último del buen periodismo debe ser el libro.

— Ya frente a frente con el entrevistado, ¿hay algún momento particularmente difícil?

Suele decirse que el comienzo, ese “romper el hielo” entre entrevistador y entrevistado. ¿Cómo se logra? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Kant decía que cuando uno llegaba a un lugar y no sabía sobre qué hablar, lo recomendable era hacerlo acerca del estado del tiempo. He usado ese recurso muchas veces. O hago un chiste, relato una anécdota, comento sobre un hecho que acabé de presenciar o que actualizo. Lo importante es aligerar la tensión. El asunto es conseguir  un diálogo sin desmayos, en el que la palabra, como una pelotita de ping-pong, se mantenga en el aire batida por dos buenos jugadores, sin caídas, sin reiteraciones, sin evasivas intolerables, sin digresiones más allá de lo permisible.Por eso, si el momento inicial es difícil, lo que sigue  es encarnizado hasta el final. Si el entrevistador preparó bien su trabajo y se mantuvo atento al diálogo sabrá el momento exacto en que deba largarse.

¿Se ha identificado con alguno de sus entrevistados?

— Con muchos de ellos. Me gusta terminar como amigo de la gente que entrevisto. En ocasiones, el cara a cara con un personaje me ha hecho variar para bien la opinión que tenía sobre él. Y al revés, gente que se me cayó del altar después de una entrevista. Quizás por eso eludo, aunque a veces no lo logre, entrevistar a mis amigos. Tampoco me gusta entrevistar a la misma persona dos veces.

— Usted ha dicho que es a partir de su segunda entrevista con René Portocarrero que empieza a identificarse con su trabajo periodístico.

Esa segunda entrevista es de 1978; la anterior, de 1974. Marcó un hito en mi trabajo. Fue en ella, a la hora de escribirla, donde por primera vez apliqué el consejo sabio que me dio Loló de la Torriente, el mismo que muchos años atrás dio a ella Ramón Gómez de la Serna. Una noche, entre tragos de tequila y un aluvión de recuerdos, la autora de Mi casa en la tierra me dijo: “Suelta la mano”. Y de verdad que la solté en esa entrevista que salió así, de un tirón, para demostrarme que un género tan manoseado y  del que tanto se abusa,  puede ser tan rico y creador como la crónica y el reportaje.

¿Es, a su juicio, el género periodístico  más difícil?

Preferiría definirlo como sutil y delicado, comprometedor. Quiero decir que la entrevista, como el reportaje, es una técnica que si se conoce y domina da un resultado más o menos aceptable.  Muchas entrevistas se frustran porque el periodista se cohíbe de preguntar aquello que se supone  debería saber. Con la técnica y solo con ella se consigue una entrevista pasable. O buena. Excelente incluso. Pero no la entrevista con mayúscula.

¿Cómo se consigue entonces?

— Se necesita de cierta gracia. Y de otros muchos factores: preparación adecuada, arrojo, suspicacia, cultura, inteligencia, astucia… Y a la hora de escribirla, cuidar de que la prosa mantenga la frescura de lo hablado. Solo el entrevistador sabe cuánto hay de él mismo en una entrevista. A la hora de escribir uno pule, retoca, omite, destaca, lleva a primer plano esto o aquello o lo relega a fin de que el entrevistado ofrezca en el texto “su definición mejor”. De ahí que pueda añadir  que la entrevista es también  un género ingrato. Comprometedor por lo que entraña asumir las palabras de otro. Sutil por el esfuerzo que representa  que el entrevistado se reconozca en el texto.

Al quehacer desolador, terrible y privilegiado—según dice— que practica, sumó en 1999 su cuarto libro: Oficio de intruso, que persiste en ese «juego no necesariamente plácido entre dos o más personas». En casi 200 páginas invita a descubrir la magia en la fotografía de Korda, la poesía de Nancy Morejón, la música de Harold Gramatges

—Se habrá encontrado con entrevistados difíciles a lo largo de su carrera…

—Algunos. Está el que pone reparos y se hace de rogar. El que quiere dejar inconcluso el diálogo. El que pretende arrimar la brasa a su sardina y se esfuerza por conducir la entrevista por el bando que le es propicio… Cada uno de esos casos tiene su antídoto específico e intransferible, solo que se requiere de mucha experiencia para administrarle la poción y la dosis adecuadas. No basta a veces halagar la vanidad de un entrevistado posible, hacerlo sentir tan o más importante de lo que es. No conviene apabullarlo con todo lo que sabemos sobre él cuando basta con darle a entender que no  lo dejaremos meter gato por liebre. En ocasiones, es sabio mostrarse humilde, y en otras, arrogante. Siempre darse a respetar. La indiferencia, a ratos, es oportuna. Dice un proverbio árabe: La mujer es como la sombra; la persigues y te huye, le huyes y te persigue. Algunos entrevistados son iguales

.¿Cuál ha sido su entrevista más difícil?

—No hay entrevistas difíciles. Los difíciles son los entrevistados.  El pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín fue muy difícil ciertamente porque él  dio por terminado el encuentro  cuando yo apenas  había acabado de empezar.  Tuve que imponérmele para que permitiera seguir adelante. También lo fue, por otras razones,  el narrador peruano Bryce Echenique. Pero ninguno lo  fue más  que  Gabriel García Márquez. Demoré cinco años para que me concediera la entrevista.  El autor de El coronel no tiene quien le escriba repite que, por solidaridad, nunca dice que no a un periodista. No dice que no, pero no le concede la entrevista. Es comprensible. Un día comentó con el periodista mexicano Luis Suárez  que eran tantos los prólogos que le pedían cada año (unos 200) que estaba valorando la idea de contratar a alguien para que se los escribiera, y Suárez le dijo que contratara a Isabel Allende, que escribía como él, lo que al colombiano no le gustó ni un poquito. Si eso es con los prólogos, ¿cuántas entrevista le pedirán?No resistí a la tentación de solicitarle una entrevista a García Márquez. No recuerdo ya dónde ni en qué circunstancia, y no me dijo que no, por supuesto, pero en ese momento no me la concedió. Pasó el tiempo. Una tarde sesionaría en Casa de las Américas el Comité Permanente de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos y, para reiterarle mi solicitud, monté una guardia sin límites en la puerta de esa institución.García Márquez llegó a bordo de un Mercedes. No más lo vi descender del vehículo me le acerqué con el ánimo de recordarle mi interés. Esfuerzo inútil. Volvió a pasar el tiempo. Me lo topé de golpe en el Palacio de las Convenciones de La Habana. Lo saludé y reiteré mi pedido. Resignado, sacó un papelito estrujado del bolsillo derecho de la guayabera y me lo pasó. “Localízame mañana temprano en ese teléfono”, aseguró. Llamé y logré hablar con él. Preguntó mi número telefónico y “no te muevas de ahí que te hablo  en cuanto me desocupe”. Esta vez sí tendría suerte, pero el tiempo pasó  con su fluir callado y cuando a las cinco de la tarde lo llamé de nuevo, me dijeron que  ya  el novelista estaba en México.Tiempo después de ese último intento me lo encontré una noche en La Maison, a donde yo había acudido a presenciar un desfile de modas. El gran escritor bebía, solo, acodado en  la barra. No quise molestarlo porque, como decía Hemingway, no hay porqué  molestar a una persona por el simple hecho de encontrarla en un lugar público. Pero no le quité el ojo de encima y cuando, junto con su esposa, se sentó a una mesa para ver el desfile, yo me instalé en otra desde la que me fuera fácil vigilarlo. No había comenzado todavía el show cuando entró al salón la gran novelista brasileña Nélida Piñón, con quien, a partir de una entrevista, mantenía una buena relación. En el intermedio del desfile, fui a saludarla. García Márquez, inexplicablemente, me recordaba. “Este es  el hombre que quiere entrevistarme,  dijo. ¿Tienes el ‘grabador’ contigo?” No lo tenía ni me hacía falta. “Podemos hacer la entrevista, añadió, pero ¿por qué no haces mejor una crónica sobre esta noche?… Hablas de estas muchachas espléndidas que hemos visto, hablas de Nélida, de mí…”  Con el ánimo de allanar el camino le dije: Mire, son solo dos preguntas.Terminó el desfile y me le pegué como una lapa. “Voy al baño”, me dijo. Lo seguí y lo esperé en la puerta. Esa vez no se me escaparía. Y allí mismo, en el vestíbulo del urinario, nos sentamos a la pequeña mesa donde  una empleada colocaba los rollos de papel higiénico para entregar su porción  a los que usarían del sanitario. Periodistas que asistieron al desfile se percataron de que yo había podido agarrar a García Márquez e intentaron entrar al local donde nos encontrábamos. Pero mi esposa de entonces, sargento mayor  de la caballería prusiana, les cerró el pasó. 

Afirmó hace años que tuvo etapas en las que se debatió entre la incertidumbre y el complejo de ineptitud. ¿Los superó?

Nunca los he dejado de sentir, en mayor o menor medida. Pero uno encara su trabajo y ya.         

  — ¿Cuán crítico es con su trabajo?

Soy un periodista profesional. Eso quiere decir que trabajo con temas, fechas de entrega y número de cuartillas que impone otro. Aun así, cuando entrego un texto para su publicación es porque estoy conforme con él. Es lo mejor que pude hacer en ese momento. Nunca he acometido un reportaje ni una entrevista con “el tanque de repuesto”, con “el piloto automático”. Eso no equivale a decir que me sienta satisfecho con lo que hice. Ni tampoco insatisfecho, que es otra forma de satisfacción.

 ¿Es por eso que dijo que nunca escribió una cuartilla que no fuera  por encargo?

—Sucede que casi todo el trabajo periodístico es por encargo. El encargo es inherente al quehacer periodístico.  No haría  un reportaje o una entrevista si no hay previamente una publicación interesada en ellos. Puede ocurrírseme la idea para una entrevista, pero la hago solo cuando sé de antemano que hay una publicación dispuesta a acogerla. Si no, ¿qué sentido tendría? 

 En la actualidad, ¿son otros los que escogen sus temas y deciden el género en que debe tratarlos?

—Si es un reportaje o una entrevista, sí. Invariablemente. Ahora, si se refiere al  espacio que desde hace cinco años ocupo todas las semanas en Juventud Rebelde, no. En ese periódico he disfrutado siempre de una libertad absoluta en cuanto a la elección de los temas y su tratamiento. Allí nunca  me han impuesto asuntos ni  me los han sugerido siquiera, y jamás le han censurado una sola coma a lo que entrego.

SENADOR, GINECÓLOGO, PERIODISTA

Ciro heredó de su padre y su  abuela el arte de contar historias. Con apenas siete años dominaba acontecimientos de la época republicana. Sabía de memoria aquellos relatos que se contaban en su casa,  y terminó percatándose de que «el suceso más absurdo se hace creíble si quien lo cuenta sabe ubicarlo en una realidad».

¿Qué recuerda de sus diez primeros años de vida?

—El asalto al Palacio Presidencial, el 13 de marzo de 1957. Cursaba la enseñanza primaria y recuerdo que el director del colegio entró al aula y dijo: Algo muy grave está pasando en La Habana. Y nos dio la salida, aunque todavía no era la hora, no sin advertirnos antes que corriésemos para la casa.  Recuerdo también  vívidamente cómo la muerte del jefe de la Policía batistiana y la del jefe del Servicio de Inteligencia del ejército de la dictadura,  ajusticiados por los revolucionarios con pocos días de diferencia  a fines del mes de octubre, me frustraron, en 1956,  mi fiesta de cumpleaños, que celebramos casi clandestinamente, con la casa cerrada a cal y canto por temor de que algún chivato pensara que celebrábamos lo otro. En otro plano, recuerdo de esa etapa con mucho agrado las “paradas” estudiantiles de  los 28 de enero en el Parque Central,  las fiestas de Navidad, con aquel árbol enorme y colmado de adornos que colocaban a la entrada del reparto Fontanar y los días de Reyes.  Y, por supuesto, el triunfo de la Revolución.

¿No fue su infancia como la de otros niños?

—Sin llegar a ser “el niño de Asunción”, si le digo la verdad tengo que reconocer que fui bastante rarito.

¿Pensó siempre en ejercer el oficio de la palabra o en dar otro destino a su vida?

—Mi padre me llevó a visitar el Capitolio. Me impresionaron la tribuna y los escaños de maderas preciosas, las lámparas de bronce, los timbres para llamar a los lacayos…  Aquí trabajan los senadores, comentó mi padre. Le pregunté qué quienes eran ellos y él, con toda la solemnidad del caso, me dijo que eran los padres de la patria. En ese momento yo quise ser Senador de la República. Tenía cinco años de edad. Pero al año siguiente o al otro, quería ser ginecólogo. Como usted se imaginará yo entonces no sabía a derechas qué era un senador ni en qué parte de la anatomía femenina husmeaba ese especialista… Un día comprendí que de eso, a mí lo que me gustaban eran las palabras.

RESCATE DE LA MEMORIA OCULTA

— ¿Por qué esa insistencia en desempolvar la época republicana en sus crónicas?

—-Dice el escritor mexicano Carlos Fuentes: “Algo es cierto: nosotros hicimos el pasado y somos responsables de él, a menos de que conscientemente queramos ser olvidados cuando nosotros mismos seamos el pasado”. 

¿Aun con todo lo que se ha escrito sobre el tema?

-Es que, por lo general, se da una visión maniquea de ese pasado, en blanco y negro, sin matices. No piense que nuestra historia está tan estudiada. Hay mucho de calco y repetición. Y mentiras que se repiten sin sonrojo. Hay múltiples ejemplos. Se habla, digamos, de la Causa 82 que se siguió contra el ex presidente Grau y algunos de sus colaboradores, pero jamás se dice, siquiera por respeto al lector, que esa Causa fue sobreseída y Grau exonerado de cargos. Si algo que sucedió en una fecha relativamente reciente es aún tan desconocido, ¿qué queda para lo que sucedió hace cien años? Y es que de la historia existen versiones, sobre todo la  del vencedor. Pocas veces o ninguna llegamos a conocer la visión de los vencidos. A la historia se llega por aproximaciones. Mientras mayores y mejores sean esas aproximaciones, más completa es la historia.

— ¿Se considera usted un historiador?

—De ninguna manera. Soy un periodista que escribe sobre temas de historia. Mejor, sobre temas de la pequeña historia, con los que se hace la crónica. Gusto de trabajar con versiones de un suceso y me aproximo al pasado a través de hechos que en la gran historia no ocupan espacio, y de personajes marginales que nunca entrarán en ella. Procuro, y eso lo han señalado  otros, una aproximación lingüística a ese pasado, y reparo en lo que muchos pueden pasar por alto pero que da, a mi juicio, el sabor de la época. Nunca el pasado nos ayudará a comprender el presente. Pienso que es justamente al revés: el presente  ilumina el pasado. Al saber cómo somos, podemos entender cómo fueron, qué pensaron y por qué actuaron los que nos precedieron. Quisiera  que cada crónica aportara algo interesante, descubriera otro ángulo del asunto o despertara un interés que mueva a profundizar en el tema, pero mi  verdadera  motivación es que el lector disfrute con lo que escribo.

 ¿De ahí ese matiz humorístico tan perceptible en sus crónicas? ¿Se lo propone o, simplemente, sale?

—Siempre trato de ver la vida por su costado más amable. Aun a las peores situaciones he buscado la arista que me haga sonreír.

Su libro sobre Lorca, ¿es el de un historiador o el de un periodista? Insisto en esto porque alguien tan riguroso como Ian Gibson, autor de la mejor biografía que existe del poeta granadino, se remite a usted una y otra vez cuando aborda el capítulo cubano de Federico…

Pienso que es un reportaje que a medida que aborda aquellos días “sedientos y desbordados” de Federico en Cuba, se empeña en dar la época. Lo concebí y estructuré  como un reportaje y acopié los datos necesarios como el reportero que soy.

Lorca fue el camino para conocer a Dulce María. ¿Qué impresión le causó la poetisa?

Creo que fui el primer periodista cubano que entrevistó a Dulce María y a su hermana Flor después del triunfo de la Revolución. Yo la sabía ahí, en su mansión enorme del Vedado, pero desconocía cómo llegarle, hasta que Cintio Vitier me proporcionó su número de teléfono. La llamé y expliqué mi propósito. Me preguntó cuándo quería verla. Dejé que fuera ella quien fijara el encuentro. La cita fue en  la tarde siguiente. Respondió a mis preguntas, aclaró algunas dudas y recomendó que no dejara de ver a Flor, más cercana a Lorca que ella. La propia Dulce María  me gestionaría la entrevista. De Dulce María solo conocía entonces algunos de sus poemas insertados en antologías y su libro Un verano en Tenerife. Aquella mujer que fue una leyenda viva de la sociedad habanera, se había encerrado en su casa y vivía en una soledad espantosa, en el mayor olvido. Me dijo: “Joven, usted que anda en el mundo, cuénteme qué pasa fuera”. Días después me encontraría con Flor Loynaz, una persona sencillamente encantadora.

—Decía usted hace años que no había perdido la emoción que le causaba ver su nombre en blanco y negro. Después de varios libros en su haber y muchísimos  textos periodísticos, quizás esa emoción se haya convertido ya en costumbre. ¿Es así?

Se equivoca. Me sigo ilusionando igual que antes. Y con igual ilusión leo, una vez publicado,  lo que escribí. Con decirle que cada domingo espero en el portal la llegada de Juventud Rebelde.

¿Lo movió su gusto por la culinaria para acometer un libro como Yo soy el chef?

—La cocina, como la moda, es un arte que interesa a todo el mundo. Uno se viste y come todos los días. Me considero un buen cocinero. Eso sí, poco imaginativo ya que me gusta cocinar con apego a la receta.  Pero no fue esa preferencia lo que me llevó a un libro como ese. No se sabía mucho acerca  de ese gran chef que es el cubano Gilberto Smith, y quise llenar ese vacío. Es la clásica “teoría del hueco”. Hay un hueco y se impone rellenarlo. Sucedió con Smith y sucedió con Lorca. Me gusta acopiar recetas de platos y de cocteles, y me llevo algunas cada vez que paso por un bar o una instalación gastronómica. Tuve columnas fijas de cocina cubana en las revistas Cuba Internacional, Prisma y Correo de Cuba, y escribí el capítulo sobre ese tema en la multimedia Todo de Cuba. Con los cocteles hice en soporte digital algo que se llamó La noche cubana.

Revolución y Cultura y La Gaceta de Cuba, también son testigos del quehacer periodístico de Bianchi Ross, que ostenta el Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí y el de Periodismo Cultural José Antonio Fernández de Castro, por la obra de su vida.  Mantiene columnas fijas en la revista Correo de Cuba,  la revista digital Cubanow y en la página Web de la UNEAC. Colaborador además la revista  de Sol y Son,  y,  para beneplácito del público, continúa con su espacio habitual en la edición del domingo de Juventud Rebelde.  De 1988 a 1993 ejerció el magisterio como profesor de la asignatura de Géneros Periodísticos en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana.

--- ¿Fue para usted la docencia tiempo perdido?

--- La docencia no es nunca tiempo perdido. Ni siquiera tiempo invertido. La docencia es siempre tiempo ganado. Lo que sucede es que la formación de un periodista se asocia más con la curiosidad y el sentido común que con un programa universitario de materias concretas.

¿Cuánto debe Ciro Bianchi a la suerte y a la oportunidad?

La suerte se hace y la oportunidad se propicia o no se deja pasar. Eso es parte del talento. Nadie me regaló nunca nada y lo que para algunos resultó más o menos fácil, a mí me sigue siendo bien difícil. Pero soy como la jicotea: cuando muerdo, no suelto.

 ¿Cuál es el mayor privilegio que le ha concedido el periodismo?

—Estar en lugares donde muchos hubieran querido estar y conocer gente que muchos hubieran querido conocer. De ahí ese papel de hilo conductor entre un hecho, un lugar o un personaje y el lector que atribuyo a los periodistas.

¿Qué ha sido el periodismo para usted?

—Todo. No me concebiría a mí mismo si no lo fuera.

¿Cómo le gustaría que lo recordaran?

—Los que vendrán después tendrán muchas cosas más interesantes y verdaderamente importantes que recordar que este periodista que fui yo.      

Soy una especie en extinción

Soy una especie en extinción

Alina Perera Robbio

Ciro Bianchi Ross, el cronista que usted lee ávidamente cada domingo para viajar por emociones, personajes y sucesos de la isla, es realmente un ser nada común, tal como se describe: nunca usó grabadora ni tomó notas en sus innumerables entrevistas, jamás mandó a revisar el producto final con sus interlocutores. Y ahí está… ileso

Periodista de armas tomar, maestro de generaciones (estoy entre sus alumnos), Ciro Bianchi Ross es uno de los interlocutores más fascinantes que conozco. No suele propiciar los diálogos en los cuales toma parte y que discurren como una cadeneta alucinante de historias. Hay que provocarlo, preguntarle. Porque no le interesa figurar; no narra, así como así, todo lo que ha vivido y conoce.

            Su falta de vanidad es deslumbrante: cualquiera que desee aprender, se sentirá a gusto frente a este experto en contar noticias de todos los tiempos, en estampar historias y personajes de verdad, todos salidos de archivo y biblioteca personales, puestos sobre las cuartillas gracias al golpeteo de una maquinita de escribir que el periodista no abandona a pesar del seductor llamado de la computación.

            Ciro no tiene idea de cuántos “artículos” (así le dice él a sus trabajos) ha publicado en sus 38 años de oficio. Tampoco sabe cuántas entrevistas son. Todo forma parte de la humildad de este cultísimo profesor –amante del arte culinario, por cierto-, ante quien lo hice todo al revés el día de este diálogo: grabé en una cinta magnetofónica (él nunca lo hizo); le dije que le extendería la versión final para que la revisara (jamás tuvo esa costumbre). Y para colmo le pregunté si se había sentido bien en la entrevista… Creo que fue benevolente y que nunca me dirá de su desilusión.

            -¿Cómo entra al mundo del periodismo?

            -Con 17 años. Estudiaba bachillerato, me había conseguido una maquinita de escribir, prestada, e hice un artículo sobre Tristán de Jesús Medina, un cura, escritor, poeta, orador muy importante del siglo XIX cubano.

            “Cuando terminé el artículo no tenía a quien dárselo. No conocía a ningún periodista, y se me ocurrió mandárselo por correo a Luis Gómez Wangüemert, director del periódico El Mundo. Para que el papel abultara menos yo había escrito a renglón seguido. Cosas de muchacho al fin… Al contestarme, Wangüemert me dijo que lo iba a publicar, y que si volvía a escribir para El Mundo lo hiciera a renglón doble. De algún modo me estaba dejando abierta la puerta.

            “Después que apareció el artículo hice otro que también salió. Mandé el tercero, y al publicarse, Wangüemert me envió una carta comunicándome que podía llevar personalmente los trabajos al periódico. Creo que él se enteró de que yo no había cobrado por los trabajos.

            “Fui al periódico, cobré y corrí  a la librería a obtener los tomos que me faltaban de las Obras Completas de José Martí. También compré Hombradía de Antonio Maceo, de Raúl Aparicio, y Analectas  del reloj, de José  Lezama Lima”.

-¿Cómo ha logrado convertirse en tan buen contador de historias?

-A mí nunca me hicieron cuentos infantiles… Mi abuela jamás me los hizo. Nací

en La Habana, en 1948, en lo que hoy conocemos como 10 de Octubre. Lo que pasa es que mi padre y mi abuela siempre fueron muy buenos narradores orales. Ya con seis o siete años,  conocía sobre muchas historias de la Cuba republicana: sabía quién era Machado, cómo habían saqueado las casas a su caída del poder, cómo Grau había llegado a la presidencia, cómo se había incendiado en 1890 la ferretería de Isasi, algo que fue una de las más grandes tragedias de La Habana.  Mientras me daban la comida, me iban contando todo eso.

            “La mía no era lo que se dice una familia culta, pero en casa se leía el periódico todos los días y la revista  Bohemia, cada semana. Lo otro era que existía en mi casa un verdadero culto por los grandes periodistas cubanos. Cuando se hablaba de Vasconcelos, por ejemplo, se le decía “la pluma de oro del periodismo cubano”. Mi padre, trabajador de la construcción, y mi madre, ama de casa, expresaban gran respeto por esas personas. Y a eso añade que yo, con ocho o nueve años, tenía como juego preferido pararme en la esquina con una libreta y un lápiz a interrogar a quienes iban pasando. Siempre me gustó mucho hojear  Bohemia, y ver los programas donde comparecían prestigiosos periodistas”.

            -¿Dónde obtiene todas las informaciones que ha ido publicando en Juventud Rebelde?

            -Tengo una gran biblioteca. Todo lo que he escrito para Juventud Rebelde lo he hecho sin moverme de mi casa. No he salido a ninguna biblioteca a buscar nada. Si no lo tengo en casa, no escribo el tema. Durante buen tiempo me ayudó muchísimo un documentalista, Gonzalo Sala. Por lo general nuestras conversaciones eran telefónicas.

            “Tengo, además, una gran colección de recortes de periódico. Guardo, archivo, ficho  todo lo que leo y me interesa. También tengo la costumbre de pasar por un lugar y preguntarme qué sucedió allí. Son historias que uno va acopiando a lo largo de la vida”.

            -¿Qué sintió cuando vio publicado, por vez  primera, un texto suyo?

            -La misma alegría que siento hoy después de haber publicado miles de artículos. Nunca he perdido esa ilusión de ver el nombre de uno calzando un texto.

            -Siempre que usted y yo conversamos tenemos un tema recurrente: José Lezama Lima. ¿En qué circunstancias lo conoció?

            -En un recital de poesía que auspició  la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), donde estaban él, Virgilio Piñera y Eliseo Diego.

            -¿Qué impresión le dio ese gran intelectual en el primer encuentro cercano?

            -Lezama era un hombre impresionante. Realmente. Su esposa había sido mi profesora en el bachillerato, y me lo presentó. La primera vez que hablé con él me quedé sin palabras. No pude decir mucho. Era, en primer lugar, muy humano. Y muy simpático, ocurrente. Tenía siempre el chiste presto y, sobre todo, la ironía. Uno se divertía mucho con él.

            “Era muy generoso. A mí me fue prestando su biblioteca, y, según me cuentan, era muy raro que prestara un libro. Dicen que cuando alguien le pedía uno, él iba a la librería, lo compraba, y se lo regalaba a la gente. Sin embargo, a mí me prestó de su propia biblioteca, muy bien nutrida.

            “Iba prestando una serie de libros dentro de lo que él llamaba el Curso Délfico. Textos que facilitaba y que después comentábamos”.

            -¿Cuántas entrevistas calcula usted haber hecho?

            -No las tengo contabilizadas. He tenido la suerte de conocer y entrevistar a escritores importantes de Cuba, como Lezama, Carpentier, Chacón y Calvo, José Zacarías Tallet, Nicolás Guillén, Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz…

            ¿Por qué el genero de la entrevista?

            -Por envidia.

            “Cuando empecé a escribir en el periódico El Mundo, me puse a pensar sobre la importancia que podría tener contar sobre mí mismo. Era un hombre muy joven, quizás podía contar algunas cosas, pero a quién le iban a interesar… Entonces llegué a la conclusión de que si yo entrevistaba a grandes figuras, la gente me leería, no por mí, sino por enterarse de lo que pensaba ese gran escritor, pintor o científico.
            -¿Cuándo cree usted que ha logrado una entrevista?

            -Tocar el fondo de un personaje o de una situación, tanto en el periodismo como en la literatura, es más difícil de lo que los lectores y escritores mismos puedan pensar. El problema es no irte de la entrevista sin hacer las preguntas que tenías pensadas.

            -De las personas a quienes ha entrevistado, ¿cuáles son las que recuerda con particular intensidad?

            -Lezama, Carpentier, el venezolano Miguel Otero Silva, Julio Cortázar, Augusto Monterroso… Con este último me sucedió algo curioso: él concedía la entrevista a condición de que yo no tomara notas ni grabara. Me dijo: “Le doy todo el tiempo que usted quiera, pero usted no puede tomar notas. Después, si usted recuerda lo que hablamos, publica eso”.

            -¿Y así fue?

            -Así fue. Y con Cortázar me pasó lo siguiente: él estaba en La Habana por un encuentro de intelectuales en la Casa de las Américas. Lo llamé por teléfono y le dije que quería hablar con él. Me atendió. Estuvimos hablando casi tres horas en el lobby del hotel Riviera. Cuando terminamos le pregunté: “¿Puedo publicar lo que hemos conversado?” Me dijo: “Dudo que lo recuerde”. Respondí: “Bueno, eso es un problema mío”. Antes de irme del hotel sí tomé una serie de notas, sobre todo de los temas sobre los que habíamos conversado. Después lo reconstruí todo en casa. Cortázar nunca se quejó.

            -¿Ningún entrevistado se quejó por su método de no grabar declaración alguna?

            -No. Claro que yo nunca  he preguntado a ninguno  qué le pareció la entrevista que le hice. Tampoco la doy para que el entrevistado la revise.

            -¿No le parece riesgoso?

            -Yo asumo mis responsabilidades.

            -Como también las asume al no usar grabadora. ¿Realmente nunca la usó?

            -Nunca. Reconstruyo las entrevistas a mano.

            -¿…?

            -Soy una especie en extinción. Nunca he usado grabadora. La única vez que la usé fue con Carlos Rafael Rodríguez, y el destino me castigó porque en la cinta no quedó nada grabado. Por suerte, entonces yo tenía una gran memoria.

            -¿Y ahora?

            -No lo creo… eso se va perdiendo. Ya yo no me siento capaz de hacer lo que hice con Cortázar.

            -¿Qué significa para Ciro ser un buen periodista?

            -Creo que el buen periodista vive como periodista todo el tiempo. Ya lo demás lo pone uno. La audacia, por ejemplo, es importante. Hay que atreverse, porque si no lo haces no logras nada.

            -¿Qué entrevista imprescindible cree le falta por hacer?

            -Me gustaría mucho entrevistar a Fidel. Y me hubiera gustado  haber entrevistado a la poetisa matancera Carilda Oliver Labra. La entrevisté en parte, y siempre quedamos en hacer algo más pensado, más largo. Nos comunicábamos bastante por teléfono, pero nunca me concedió la entrevista.

            -¿Durante qué tiempo se puede ser periodista?

            -Imagino que me estaré muriendo, estaré cinco segundos antes de mi muerte viendo una noticia, y trataré de darla.

            Juventud Rebelde, La Habana, 6 de febrero de 2005.

           

Vivir del cuento

Vivir del cuento

Manuel Echevarría Gómez

Ciro Bianchi Ross, escritor y periodista de pura cepa, no ceja en su empeño de redescubrir el mundo y contarlo a su manera
 

Conversador empedernido que alterna la taza de café con el cigarro de ocasión en los corrillos más improvisados, Ciro Bianchi Ross es más que un periodista sagaz y numerario, un escritor reyoyo, de pura cepa, como conviene a los derroteros de la cubanía que trasuman su obra toda.

            Siempre que los compromisos editoriales se lo permiten regresa a Sancti Spíritus: ora invitado a presidir un jurado en las lides literarias, ora para disertar sobre un tema poco común o presentar el último de sus libros, de manera que ya la villa lo cuenta entre sus hijos adoptivos, de esos que vuelven con los afectos a flor de piel a dejar la huella en la memoria agradecida.

            A los 17 años de edad redactó su primer artículo de perfil cultural; lo mandó al entonces periódico El Mundo y Luis Gómez Wangüemert se lo publicó en la página editorial donde escribían Chacón y Calvo, Samuel Feijóo, Loló de la Torriente, Salvador Bueno, Gustavo Aldereguía y Alejo Carpentier. Aquella entrada por la puerta ancha al convite de la letra impresa le ofreció un espaldarazo a su vocación  intacta hasta los días de hoy. Después probó suerte en el horizonte de las colaboraciones y su firma empezó a solazarse en las páginas de lujo de Cuba Internacional, La Gaceta de Cuba y Juventud Rebelde, que lo ha  consagrado en su tirada dominical durante los últimos cuatro años en una chispeante sección de lectura.

            Ciro es un cronista que no ceja en su empeño de redescubrir el mundo: “Mi ideal es que yo pueda sostener una conversación y luego hacer el cuento de lo que esa persona me dijo. El lector percibe la libertad”.

            ¿Cómo lo logras?

            La propia entrevista te dice cómo escribirla. La palabra va y viene como una pelota de ping pong. Yo escribo sobre personajes de la pequeña historia de Cuba vistos con simpatía e imparcialidad. Los historiadores olvidan que esos personajes sudan y tienen brillo en la mirada. Siempre parto de una oración afirmativa simple y cuando tengo la primera frase lo demás fluye sin problemas.

            ¿Dicen que tienes memoria de elefante y que nunca has utilizado una grabadora?

            Hago mis entrevistas sin tomar notas;  nunca uso grabadora. Una vez sostuve una conversación con  Julio Cortázar y le pregunté: ¿Usted cree que yo pueda reproducir esto? “No tengo inconveniente, me respondió, pero dudo que usted lo recuerde todo”. Le dejé entrever que ese era mi problema, elaboré una especie de prontuario y cuando llegué a la casa la escribí. Nunca he tenido un desliz de esa naturaleza.

            Entre tus entrevistados memorables figura José Lezama Lima, una de las cumbres de la literatura cubana de todos los tiempos, de quien compilaste varios textos manuscritos y dispersos. A la distancia de los años, ¿qué ha permanecido inalterable en tu memoria?

            La fidelidad de Lezama a la cultura, su sentido ético ante la vida y lo entrañable de su amistad. Me fue prestando libros de su biblioteca en algo que él llamaba el Curso Délfico y que consistía en facilitar los textos y luego conversar sobre lo leído.

            Fuiste el primer periodista que entró en la casa de los Loynaz después del triunfo revolucionario, ¿a qué se debió esa dádiva?

            Escribí acerca del aniversario 50 de la visita de Lorca a Cuba y cuando me aproximé al tema comprendí que las fuentes de lo publicado, estando el granadino en la isla, quedaban sin explorar. Dulce María me recibió y pude ahondar sobre la amistad de ella y sus hermanos con Lorca. A partir de allí descubrí una serie de cosas relevantes que se recogen en mi libro, escrito como casi todos a partir de un reportaje.

            Las crónicas de Juventud Rebelde, que ya suman más de 200,  suponen un arsenal considerable de información, ¿dónde la encuentras?
            En mi archivo personal. Poseo una gran colección de recortes de revistas y periódicos y fichas bibliográficas. Si tengo que ir a la biblioteca, no escribo el artículo.
            ¿Te gustaría que tus lectores te recordaran como periodista o escritor?

            No puedo separar una cosa de la otra. El destino último del trabajo periodístico es el libro.

            Escambray. Sancti Spíritus, 21 de mayo de 2005