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Opinión

Periodismo y memoria

Periodismo y memoria

Leonardo  Padura

Creo que no cometo el más mínimo exceso si afirmo que el periodismo es uno de los oficios más peligrosos –hay cifras para demostrarlo-, sino, y, sobre todo, uno de los más ingratos del mundo. Hacer el  esfuerzo de indagar y escribir hoy sobre  un acontecimiento que será olvidado o superado mañana, mientras las hojas del diario son convertidas en envoltorio de desperdicios, y en desperdicio ellas mismas, convierten este trabajo, signado por la velocidad misma del paso del tiempo, en un empeño generalmente efímero, volátil, con una existencia limitada por las veinticuatro horas de vida concedidas al periódico – o al noticiero radial o televisivo, según sea el caso- que será asesinado por su sucesor, el cual a su vez correrá idéntica suerte con la salida a la calle de un nuevo periódico.

Sin embargo, pese a la tragicidad esencial de ese destino inalienable, el periodismo resulta a la vez una necesidad social irremplazable de la era moderna, pues junto a su función puramente informativa, el periodismo tiene – o debería tener, en todos los casos- la misión de establecer los cimientos de la memoria histórica de una sociedad desde la perspectiva inmediata y fugaz del instante presente, del acontecer cotidiano recogido y evaluado por la página del diario. Los hechos, personajes, conflictos y noticias del día, tratados como informaciones, comentarios, entrevistas o crónicas en ese periódico de vida breve, marcan la existencia de un devenir indetenible que, día a día convertido en un pasado, sirve como primera e imprescindible referencia para establecer el retrato de una época, los pulsos vivos de una sociedad: para fijar la memoria de un país, de un mundo.

Lamentablemente, los más disímiles intereses sociales, políticos, epocales y hasta las veleidades personales – de un propietario, de un director, un jefe de redacción o un periodista- arremete constantemente esa posibilidad de fijar con veracidad el presente desde el presente, agraden constantemente esa posibilidad de fijar con veracidad el presente,  alterándolo, manipulándolo y devaluándolo como testimonio, convirtiendo a los periódicos - y a los periodistas- en pragmáticos voceros y propagandistas de grupos de poder o de influencia, que utilizan el medio como vía de expresión y divulgación de sus intereses, que no siempre se corresponden con la más estricta verdad.

Fuera de esa deformación degradante, el periodismo como sustento de la memoria tiene también en su contra otros elementos que le son intrínsecos a su misma naturaleza: la prisa, el espacio siempre reducido, la inmediatez de los sucesos reflejados y la propia capacidad creadora del periodista que, como promedio universal no suele ser relativamente alta.

Pero, por fortuna, en el mundo siempre han existido periódicos y periódicos, y, sobre todo, periodistas y periodistas. Unos, leves, superficiales, manipuladores;  otros, profesionales, agudos, veraces. La diferencia entre unos y otros la pueden  marcar las más disímiles razones, pero entre un periodista mediocre y oportunista y  un profesional del oficio, la distancia está marcada por dos cualidades para mí esenciales: la ética y la inteligencia.

Desde los ya lejanos años 70, cuando comencé a encontrar en periódicos y revistas cubanas los textos firmados por Ciro Bianchi Ross, tuve la certeza (más bien la intuición, pues poco sabía yo del tema) de que se trataba de un periodista cuando menos inteligente. Con el paso de los años, con la amistad que hemos ido asentando y con su actitud sostenida en la práctica del oficio, ahora también puedo asegurar que desde entonces a Ciro Bianchi lo acompañaba la segunda gran virtud de los buenos periodistas – la ética responsable con la que asume su oficio – y es por eso que podemos considerarlo, hoy por hoy, como uno de los más aventajados profesionales de la maltrecha prensa cubana.

Siempre hay una condición muy específica que me ayuda a convencerme de la calidad y la profesionalidad de un periodista: y es la capacidad de escribir para su día y para el futuro, además de hacerlo para el testimonio del pasado. La prueba máxima de esa capacidad de permanencia ocurre cuando ese periodista puede recoger sus textos, dispersos en diferentes medios, y reunirlos en el espacio definitivo y permanente de un libro.

Sobre este tema, sin embargo, se debe hacer una importante distinción: no es lo mismo escribir un libro de periodismo que reunir un libro de periodismo. En el primer caso la intención marca el origen, las perspectivas y las condiciones del trabajo. En el segundo, es la vida misma la que otorga a determinadas entrevistas, crónicas o reportajes el premio de una supervivencia capaz de revertir el destino del texto y sacarlo de su soporte pasajero para perpetuarlo en las páginas de un volumen.

No es casual, para nada, que un periodista como Ciro Bianchi pueda exhibir una bibliografía periodística en la que además de contar con libros de periodismo – Tras los pasos de Hemingway  (1993); Yo soy el chef  (1996) o García Lorca. Pasaje a La Habana (l997), entre otros – existan varias recolecciones de sus trabajos puramente periodísticos, originalmente periodísticos, entre los que se destacan Las palabras de otro  (1993);  Voces de América Latina  (1988), u Oficio de intruso  (1999), en los cuales se hace patente una de sus facetas profesionales más importantes, la de entrevistador, quizás el más difícil y apasionante de los géneros periodísticos tradicionales.

Es por todas esas razones que cuando Ciro me pidió unas palabras para presentar este libro, acepté sin titubeos. El conocimiento de su obra – iniciada por los años 60 en El Mundo, pero concentrada, sobre todo, en la que una vez fuera una de las mejores publicaciones de la  historia de la prensa cubana, la revista Cuba Internacional – sumado a la lectura sistemática de los textos aquí reunidos, me garantizaban la justicia de cualquier elogio,  que es la razón – el elogio, claro – por la que casi siempre se escriben los prólogos.

Memoria oculta de La Habana es una antología de los textos más notables aparecidos en la columna que, a partir del 4 de noviembre del año 2001, Ciro Bianchi comenzó a publicar en las páginas de Juventud Rebelde. Se trata de textos con indudable y buscado sabor a crónica de costumbres – género de notable prosapia en la prensa cubana de otras épocas -  en las cuales el periodista hace ejercicio de rescate de la memoria de una ciudad – y no sólo de ella de ella-   a través de anécdotas, personajes, historias reales y míticas que marcaron en algún momento del pasado la vida del país y que hoy permanecen – o permanecían – olvidados o, cuando menos, relegados.

Creo que uno de los valores fundamentales de estos textos resulta precisamente ese rescate emprendido de una realidad postergada que, sin embargo, es parte de nuestra historia. No es para nada casual que una inmensa mayoría de los sucesos desempolvados por Ciro Bianchi correspondan epocalmente al período republicano y que muchos de ellos tengan que ver, incluso, con la vida política de entonces, pero vistos de un modo peculiar dentro del contexto de la prensa cubana de estos tiempos, pues, eludiendo las lecturas políticas estrictas – y muchas veces maniqueas a las cuales nos hemos acostumbrado-,  el periodista busca siempre el ángulo humano, interior, cercano, incluso humorístico, capaz de darnos el pulso de un momento, de una época, de un personaje determinado, a los que insufla vida y trascendencia.

No es para nada casual que estos textos – vuelvo y repito textos, pues se bien andan cercanos a la crónica no siempre lo son – hayan tenido una cálida acogida por parte de los lectores cubanos, que cada domingo los buscan y disfrutan en las páginas de Juventud Rebelde. El desenfado coloquial, la comunicación fácil y directa, la corrección estilística que los caracteriza sirven de soporte a una mirada casi singular dentro del contexto de un periodismo generalmente frío  y retórico, más propagandístico que analítico, en el que estas “memorias” se destacan como necesarios y jubilosos islotes. Porque, lejos de otras intenciones, Ciro Bianchi apenas se propone algo tan loable como hacernos disfrutar con la lectura de sus trabajos, a la vez que nos recuerda – o nos enseña incluso – pasajes de una vida pasada que es también nuestra.

Memoria oculta de La Habana nos invita, pues, a un paseo “dulce y útil” por un pasado lleno de peripecias y personajes justamente memorables, a veces por sus virtudes, otras por sus defectos, a la vez que nos advierte cómo fuimos, para entender mejor cómo somos. Por eso es de agradecer este empeño semanal de uno de los más destacados periodistas cubanos de las últimas décadas, un hombre pequeñito, cada día más calvo, fumador empedernido y bebedor sólo de buen café, el último de nuestra especie en utilizar la máquina de escribir y que sigue empañado en demostrar que alimentar la memoria es una de las misiones del periodismo y que no siempre la crónica escrita hoy, nace condenada a morir mañana.

            Mantilla, diciembre del 2003

Así como lo cuento

Así como lo cuento

Prólogo

Pelayo Terry

Me ha pedido Ciro Bianchi Ross unas palabras que introduzcan al lector en este magnífico libro. Algo difícil. Sin embargo, al alumno debe complacer al maestro. A Ciro lo conocía de pura referencia mientras estudiaba en la Universidad, cuando me “caían” algunas revistas en las que su firma aparecía junto a figuras prominentes de la cultura nacional. Pero un buen día, llegó ese nombre a las páginas de Juventud Rebelde de la mano de Rosa Miriam Elizalde, subdirectora del diario por aquellos días.

Nos rompíamos la cabeza, examinábamos alternativas para buscar “una pluma” que acompañara al exquisito Enrique Núñez Rodríguez en la página de lectura de la edición dominical, conociendo de antemano que quien estuviera en el “piso de arriba”, como el propio Núñez alguna vez llamó a ese espacio, estaría en la desventaja permanente de la comparación.

Pero Ciro se arriesgó y ganó. Hace más de dos años que comenzó a dejar su impronta en las páginas de nuestro diario cuando publicó su primera crónica, cuyo título,” Paciencia, mucha paciencia”, dedicada a la vida de Félix B. Caignet, puede verse ahora como una súplica a quienes lo leerían. Sabía que llegaba a otro mundo de esa vieja relación periodista-lector, donde el tú a tú de cada día actúa a favor o en contra. Penetraba en sus casas sin el debido permiso. Pasó del temor al asombro, de la duda al goce.

Los primeros trabajos fueron una prueba de fuego para él y para el periódico; apostábamos a un intelectual muy reconocido en los medios literarios y culturales del país, pero que nunca había tenido la presión de una columna semanal. Sobre sí estaban los ojos de cientos de lectores que cada fin de semana evaluarían, dictaminarían, enjuiciarían. Al cabo del tiempo venció el examen y se convirtió en referencia para quienes domingo a domingo no le pierden ni pie ni pisada.

Fue así que se integró de lleno a esa “locura divina” de hacer un Juventud Rebelde diferente.. Aunque no está con nosotros permanentemente, su presencia se siente. Cuando llega a la redacción, su risa inconfundible indica que tendremos una buena tertulia, que sabremos más de nuestro pasado y que nos pondrá al tanto de lo último que se “cocina” en el mundo intelectual cubano. Llega y estira su corto brazo con un sobre, donde invariablemente hay cinco cuartillas, escritas con una meticulosidad increíble en su máquina de los viejos tiempos, porque “para mí, compadre, todavía la computadora está muy lejana”, me dice.

Después examina la abundante correspondencia que recibe tanto por la vía tradicional como por correo electrónico y luego de contar algunos de sus últimos “descubrimientos”, que enriquecerán una próxima entrega, sale como un bólido, maleta bajo el brazo, hacia otro de sus tantos compromisos.

Para él esta experiencia ha sido algo inimaginable, porque “oye, yo llevo más de treinta y cinco años en el periodismo, pero esto que me ha pasado en Juventud Rebelde, nunca lo había sentido”. Y se está refiriendo así a los nuevos amigos que ha conocido, a quienes lo llaman “porque encontraron en la guía telefónica el nombre de papá, lo contactan y él les da el número de mi casa”, a quienes le sugieren temas de los que jamás había oído,”inmaginate, hasta un lector quiere que le hable de deporte, y de eso yo no sé nada”, me confiesa convencido de que hará todo lo posible por complacerlo.

Una de las características que he aprendido de Ciro, durante estos años, es que no defrauda a ninguno de sus lectores. Sabe que hay de todo entre los que no se pierden sus habituales crónicas, desde quienes buscan con desespero el periódico en horas bien tempranas de la mañana, aunque la cola sea larga y los turnos que repartan en el estanquillo no alcancen; pasando por un grupo de abuelos del Cerro y de Güira de Melena, que realizan sus tertulias dominical para “saborear” lo que ha venido a decirles; y hasta quienes lo llaman cada semana para intentar adivinar con qué nuevo tema entrará a sus hogares.

La relación que ha logrado con algunos de sus lectores viene siendo una demostración de fidelidad a toda prueba. Muchos son los que le piden datos, que narre hechos muy particulares y casi desconocidos, que mencione personajes perdidos dentro de la política o la vida social de La Habana de antes de 1959, o de sucesos que en un momento conmocionaron a la capital o a otra región del país. Y Ciro no dice que no. Busca y responde, se asesora con su fiel Gonzalo Sala, y si no puede contestar públicamente, llama por teléfono, envía cartas, visita a algunos lectores. Una práctica casi única del periodismo de estos días. Agradecimiento es lo que recibe,

El éxito de sus trabajos – de los cuales presentamos una selección a quienes cada semana “lo seguimos para conocer la  historia de otra manera-  ha estado en que a él lo obsesiona lo novedoso, lo atractivo, lo esencial, y que tiene en su amplia cultura y el dominio de una prosa elegante y sencilla sus principales virtudes.

Para leerlo no hace falta tener un diccionario. Es un periodismo de alto vuelo literario, profundo y con un excepcional culto al sentido de la verdad que, incluso, le ha atraído no pocos sofocones.

Esta selección no cubre, como hubiéramos querido, todo lo escrito en este tiempo por Ciro para nuestro diario, pero sí llega en un momento en el cual la demanda por sus artículos crece vertiginosamente. Muchas son las personas que acuden a nuestros archivos en busca de sus crónicas, para coleccionarlas o utilizarlas en alguna que otra clase de historia.

Lo que pudiéramos decir desde la redacción de Juventud rebelde es solo una ínfima parte. Quisiera compartir algunos fragmentos de los mensajes llegados a Ciro cuando en su crónica “Échame a mí la culpa”, del 18 de abril del 2004, solicitó a su público: “¿Sigo abordando ese pasado y sus personajes con pelo y señales como vengo haciéndolo hasta ahora o empiezo a escamotearles las aristas?”.

Veamos una breve muestra:

  Siga escribiendo la historia como es, no ceje en su empeño de poner la realidad, tal y como aconteció.

  ¿Podría ser su sección más diaria y menos dominical? La historia, nuestra historia,  es tan rica y grande […]

  La historia es como fue y no como queramos que haya sido.

  Sus columnas en el periódico son vitral abierto a la historia republicana de la nación,

de manera transparente, sencilla,  jocosa, es una suerte tenerlo ahí, le leo siempre, espero que perdure.

  A nuestra prensa le falta el tipo de reportaje que usted tan pacientemente realiza semana tras semana.

  Con sus artículos ha aumentado mi amor por lo cotidiano.

  Sus historias no solamente son interesantes y recrean hechos, personajes poco o nada conocidos por la población; sino que es, justamente, lo verdadero de las narraciones, lo valioso de estas […] Su página es un rescate de la idiosincrasia cubana […] con su pluma nos abre una puerta al conocimiento.

  Siga con los nombres verdaderos, fechas, horas, puntos y comas, sean sus citas o referencias buenas o malas. Siempre tienen valor social. Solo así seremos mejores.

  Lo exhorto a continuar con sus artículos; si usted se amilana tendrá en mí a un crítico silencioso.

  Su columna gusta mucho, pues a veces se conoce más de esa república por los hechos que usted narra que por los libros de historia, sin demeritar a estos últimos.

He dejado para el final una carta que, desde mi punto de vista, expresa el sentir de los lectores de esa página dominical y que a Ciro lo impresionó mucho cuando se la entregué.

El encabezamiento del mensaje electrónico, enviado por Roberto Gómez Montano es     “Tiene una recta de 97 millas” y una parte del texto dice:

   Soy profesor de Historia de Cuba, imparto las clases de secundaria para noveno grado en el Canal Educativo. Supe por primera vez de usted cuando buscaba material para mi clase acerca de los gobiernos auténticos y “Alemán, el Bicho”, le dio sabor. Este año he grabado 190 clases que se envían a las escuelas de todo el país, ya casi termino pues solo me faltan diez. En días pasados en una reunión de los profesores integrales de la capital con Fidel, uno de ellos dijo que lo que más le gustaba de mi clase eran las anécdotas. Algunas se las debo a usted y quería que lo supiera.

Con Ciro asistimos, cada siete días, a una clase sobre nuestras raíces, recordamos que la historia no puede olvidarse, vivimos el regreso hacia el lugar de donde vinimos.

A Ciro uno nunca termina de conocerlo del todo. Los invito a redescubrir en este libro, parte de lo que cada domingo nos regala para la posteridad.