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Asedio a Lezama: ¿asedio a mí misma?

Asedio a Lezama: ¿asedio a mí misma?

María Antonia Borroto Trujillo

 

Justo al elegir una entrevista para algún concurso, me pregunto una y otra vez cuál considerar la mejor. Tarea difícil tratándose del trabajo propio, y más engorroso aún cuando se trata del ajeno. ¿Qué hace a la buena entrevista? ¿La elección del entrevistado? ¿La pertinencia del tema? ¿La pericia para lograr la declaración única y despampanante? La posible respuesta afirmativa a cada una de estas interrogantes deviene nuevo amasijo de dudas: ¿qué es seleccionar bien al entrevistado? ¿En virtud de qué criterio: de las misteriosas —o quizás no tanto— simpatías personales o guiados por razones muy profesionales, lo que casi siempre quiere decir pragmáticas?

Cada día me resulta más difícil responder a cualquiera de ellas. Y supongo que cualquier avezado entrevistador sentirá igual zozobra a la de esta neófita, que a la larga termina por aludir al misterio de la charla, a esa rara comunión que desde la mágica distancia —ni el desconocimiento a ultranza, ni la excesiva participación—, hace única e irrepetible cada entrevista.

El género, que también es acto y potencia a un tiempo, comparte las características del I-chi y de cualquier técnica adivinatoria: cada golpe de dados traza una línea en la vida de quien comparece, estableciéndose siempre de un antes y un después. Pero no solo eso: posteriormente el mismo golpe ya no será igual: algo secreto e intangible varía en la disposición de las cosas, incluido el adivinador-entrevistador. Algo secreto e intangible: en unos casos, la disposición de los astros o el flujo de energía; el estado de ánimo y también el flujo de energía, en los otros. Lo cierto es que nunca nada vuelve a ser igual y que, por tanto, no existe la entrevista definitoria ni definitiva: cada una es un trozo de vida, testimonio del ser y el sentir de una persona en un momento determinado de su existencia.

Eso, magníficos trozos de vidas magníficas son las conversaciones reunidas en Asedio a Lezama y otras entrevistas, de Ciro Bianchi Ross. La expresión trozos de vida no es mía, sino del propio Ciro refiriéndose a la plática con Loló de la Torriente, en la que confiesa una usual decepción en los entrevistadores que publican en medios impresos: “la imposibilidad de trasmitir la chispa y la gracia de Loló, el trozo de vida que palpitó en la conversación que sostuve con ella”.

La entrevista a Loló fue, de hecho, una de las que más disfruté. Me sirvió para sentirla más cercana y vívida, y junto a ella, a los muralistas mexicanos, el ambiente tremendo de la segunda década del siglo XX y su casa: la descripción de los objetos muestra, tanto como las palabras, la hechura de su dueña. Igualmente me llama la atención, en esta y las restantes, la forma de introducir los datos biográficos de los entrevistados, no en la típica y cómoda —lo digo por experiencia propia— síntesis en texto aparte, sino como parte del todo indivisible que es la entrevista. No incomodan, aun cuando se conozcan los interlocutores, los prolijos datos, complemento indispensable de la charla.

Aún cuando la entrevista parece frustrada, como es el caso del atisbo al padre Gaztelu, el texto no lo es. O mejor, desde el no ser de la charla, se ilumina la persona; no por arte de magia —que lo de la adivinación es pura metáfora—, sino por la gracia con que el autor hilvana esos retazos de la escasa plática, significativa al fin y al cabo, como toda conversación inteligente.

Me lo imagino sin grabadora, guiándose luego por unos apuntes tomados con prisa demencial, manía responsable de la ruina de la caligrafía de los periodistas. La entrevista así trabajada, por raro que parezca, puede lucir más real que la transcrita desde una grabadora. Me pregunto si los periodistas formados en esta avalancha tecnológica disfrutarán igual la peripecia que es toda charla profesional, la peripecia que es el trabajo diario: ahora es tan fácil pulsar una tecla que apenas se distingue en el aparatito de moda y grabar incluso a escondidas. Olvidan que ya el simple hecho de tomar notas implica una labor de selección, de edición. Por allí debe empezar toda enseñanza del periodismo, como por el entrenamiento de la mirada y la memoria, para luego, entre la maraña de circunstancias que rodean a todo hecho y persona, lograr aislar lo verdaderamente significativo para el punto de vista que se ha elegido.

Ciro, ni en esta o sus muchas otras facetas como periodista, finge la renuncia al punto de vista propio, único, según Ortega y Gasset, desde el cual puede mirarse el mundo. Eso lo olvidan ciertos manuales y tendencias que enarbolan a ultranza la objetividad como premisa. No quiere decir que un periodismo activo y personal renuncie a la verdad: antes bien que la asume mediada por el sino de la escritura.

En estas páginas sentimos a los entrevistados, y también al entrevistador. Su honestidad es tal que no ha eliminado esas preguntas cuya respuesta a veces no nos deja muy bien parados pero que son más convenientes que las otras, preguntas que obligan al gesto enfático. También deja el momento, delicioso momento, en que Carpentier lanza en verdadera andanada todos los asuntos de los que no hablaría, prueba de resistencia premiada, por supuesto, con sabrosas respuestas a otros tantos asuntos, pues, a fin de cuentas, fuera de lo estrictamente actual, aun cuando el entrevistado piense lo contrario, son inagotables los temas para una charla.

Disfruté como pocos los sucesivos momentos con Cintio Vitier, la sabrosura criollísima de Samuel Feijóo y la sabiduría y sinceridad de Carballido Rey, para mí, hasta esta lectura, solo el hombre de “Detrás de la fachada” y “San Nicolás del Peladero”. Y, por supuesto, el asedio a Lezama, la descripción de su casa y rutina, y ese mirarse a sí mismo que es toda la charla, iluminadora de los nexos profundos entre su vida y su obra. Orígenes, por supuesto, es el gran protagonista de este libro, y junto a ellos, aunque no de cuerpo presente, sino atisbada una y otra vez, Fina, tan reacia a las entrevistas. Es preciosa esa expresión de Cintio, cuando habla de su soledad durante los setenta, cuando el uno participaba de la soledad del otro; o ese en que afirma que en ciertas circunstancias “Las bodas, el hogar, el hijo comenzaron a curarme de la extrañeza. Si el país no tenía sentido, mi casa lo tenía”.

Y el quinquenio o decenio gris, o negro, como queramos llamarlo, también emerge a salvo de la ira y la amargura, visto con calma, sopesado pero de necesario examen: que no es silenciando pecados como se lava la honra nacional. Y otra vez, las palabras de Cintio vuelven a resonar en mi oído, esas otras en que habla de su asunción del catolicismo y de su entusiasmo por la Revolución nicaragüense, enigma descifrado para mí en este texto.

Por todo eso agradezco el libro de Ciro. Y al mismo tiempo me asusta. Sentí tan grande la cultura de la que formo parte, tan altas las frentes aquí reunidas que me pregunto si mi generación es lo suficientemente digna de este legado, si somos capaces de merecer la savia que nos nutre y si, en consecuencia, somos capaces de acrecentarla. Preguntas tremendas que nacen de este libro en el que supuestamente todo es respondido.

 

 

1 comentario

Carlos Lopez Guanes -

Hola,soy Cubano y vivo en Asturias, estoy buscando una via que me permita comunicarme con el sr Ciro Bianchi Y pregunto: Como puedo lograrlo?, Saludos