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El cuentero y sus historias

El cuentero y sus historias

Por Nara Araújo

 

Uno de los atractivos de la crónica es su libertad. Libertad de mezclar lo factual con algo imaginativo, el dato con algo de  ficción. La crónica surgió como un género a caballo entre la historia y la literatura, como un espacio de tránsito, cultivado tanto por cruzados como por conquistadores, y frecuentado por grandes escritores, como José Martí. La crónica es un género agradecido: su brevedad atrae, su ligereza, seduce. Por su etimología, la crónica remite al decursar del tiempo, lo cual siempre resulta de amplio interés humano. Pero la crónica, para alcanzar su definición mejor, debe cuidar sus asuntos, aquello a lo cual se refiere, su objeto de atención: ser registro de acontecimientos y memoria de costumbres y hábitos.  Si en ella el lenguaje resulta un eficaz instrumento comunicativo, la lectura de la crónica siempre encontrará a un público ávido y dispuesto.

                      Las crónicas de Ciro Bianchi Ross reúnen esos requisitos y aseguran la fidelidad de sus lectores, que con constancia y devoción siguen sus avatares en  páginas periodísticas. Pero no siempre esos espacios circulan con amplitud, así que poner sus crónicas al alcance definitivo de otros lectores siempre resulta una sabia decisión editorial. Leí con placer su anterior libro de crónicas, Memoria  oculta de La Habana,                                y ahora no sólo he repetido tal disfrute, sino que encuentro la oportunidad de  expresar mi entusiasmo fuera del coto privado. Las cincuenta crónicas incluidas en Yo tengo la historia, son una muestra elocuente del oficio y la constancia de su autor, quien con un nombre y apellidos de antiguas resonancias persas, itálicas y hebreas, es ejemplo de acendrada y raigal cubanía.

               Reunidas de acuerdo con un orden temático, las crónicas que en su momento respondieron a su fecha de aparición, ahora se agrupan  en una estructura que contiene varios tópicos, enmarcados en el período histórico correspondiente a la República, aquella república enmendada (por la Enmienda Platt), como la bautizara otra cronista ejemplar, Renée Méndez Capote. Estos tópicos podrían resumirse en los siguientes: I) los medios masivos de comunicación, y entre ellos: 1) los periódicos -la crónica social, -las fotos, las caricaturas (el Bobo de Abela y el Loquito de Nuez); 2) las revistas (en particular, Bohemia) 3) las novelas radiales, el folletín (y sus autores principales Caignet y Buesa, Iris Dávila, Dora Alonso y Caridad Bravo Adams); II) moral y costumbres: 1) la trompetilla; 2) los cantos populares: la Chambelona 3)  los duelos; 4) las bebidas cubanas: el daiquiri; 5) el juego; III) Figuras de la cultura cubana: Grenet, Carpentier, Pedroso, Carbonell; IV) La vida republicana: 1) la política (presidentes, militares, senadores y representantes); 2) los grandes capitales privados; 3) de bandoleros y de patriotas; 4) sucesos sonados: El Hotel Nacional, el castillo de Atarés; grupos sociales: los chinos y los judíos; 5) los crímenes políticos. 

            Mediante esta selección, el lector asiste a  algunas de las representaciones de la vida republicana, pero la voz del buen cronista  que las pone en escena, no editorializa,  no adoctrina, simplemente deja que los hechos hablen por sí mismos. Algunas zonas le llaman la atención: la historia del periodismo cubano, las figuras de la política, las de la cultura y las del ámbito popular. Sus fuentes residen en una memoria histórica: un anecdotario que obtiene a través de los testigos, pero igualmente, en datos librescos,  en autoridades en la materia de la cual se ocupa: de Fernando Ortiz y Jorge Mañach, a  Esteban Pichardo, Enrique de la Osa  y Adelaida de Juan. Cuidadoso de  la Gran Historia, de aquella registrada y codificada, al autor le interesa también la pequeña historia, la que no está en los libros y la tradición de la ciudad letrada. Y en esa pequeña historia  surgen los aspectos inéditos, originales, de relatos de vida, a veces de leyendas casi, que forman parte de un imaginario colectivo.

             De esta manera, el autor se torna cuentero y se desplaza de la posición del periodista de oficio, lupa en mano, entomólogo, investigador, al del narrador que ensarta sus historias con un sentido del ritmo, de la intriga y del desenlace. En algunas de estas crónicas asoma el relato detectivesco, que combina los entresijos de la vida política con los avatares de los destinos individuales, donde el azar no deja de estar presente. Hay en estas crónicas material novelesco, tanto por lo inédito de ciertas situaciones, como por el orden en que el cuentero las va contando, eso que podría denominarse como  la trama.

                 En ese orden narrativo, en ese procedimiento de dosificación, de encadenamiento, de suspense, reside el atractivo de muchas de estas historias. En otras de ellas   resaltan el diseño de un tipo social,   de  un perfil psicológico, y de aquellos indicadores que son el resultado de la conocida relación entre el Hombre y su Circunstancia, y que apuntan hacia la constitución de una idiosincrasia y de un inconsciente colectivo.  El cuentero incorpora a esos arquetipos a su arsenal de personajes, los estudia, los pone en acción, y les insufla un soplo de vida. Para lograrlo, su lenguaje se adecua en el tono y en los giros lingüísticos a los ambientes en que se mueven. Si estas crónicas de Ciro Bianchi Ross son otro lado de la historia republicana, también lo es el registro idiomático que en ellas se inscribe.

                La República emerge entonces no sólo en sus esplendores y sus miserias, en sus resplandores y sus sombras, en sus arquetipos y en sus figuras, sino que también emerge en su lenguaje. Un inventario exhaustivo de los giros y los cubanismos empleados por el autor sirve a la recuperación de esa zona de nuestra Historia/historia, pero sobre todo, como discurso sonoro que ambienta la vida de los personajes que por ellas transitan. Giros provenientes de los juegos: “salió como bola por tronera”/ “dio un palo periodístico” /”se viró con fichas”/”devolver la pelota”/”tirar bola negra”; y coloquialismos: “terminó como la fiesta del Guatao”/ “llevarse en la golilla”/”dorar la píldora”/”hacer una ponina” /”la cosa está de yuca y ñame”/; “poner la tapa al pomo”/”la cosa está de anjá”, entre otras delicias del español de Cuba.

                      Ciro Bianchi Ross tiene el olfato del investigador, pero también posee el oído del narrador, y esta jugosa combinación le permite construir el escenario republicano de manera que sus historias enseñan, pero también deleitan. Si a esto se le añade la sonrisa de quien escribe, una sonrisa que se asoma de manera persistente, incluso cuando lo que se cuenta está en un momento de “yuca y ñame” (o sea, muy difícil), resulta entonces la lectura un aprendizaje que escapa a la gravedad, a la grandilocuencia o al panfleto. El humor siempre ha sido un excelente medio para desacralizar y llegar a la otra cara del envés. Así, se recupera entonces la sabrosura de una época en alguna medida sabrosa: por amena, entretenida y divertida.

                Una época de sainete donde figuras operáticas como Orestes Ferrara, caricaturescas como Grau, o demoníacas como Batista no son las únicas que animan la vida de la joven nación, en la época fundacional de la post-independencia. El inventario de frases atribuidas a ciertos personajes/personeros de aquellos tiempos a veces suenan a invento o hallazgo narrativo, cuyo origen se ha perdido en el acervo popular, en las canciones, los motes, los apodos, las conguitas y los chistes con los cuales el pueblo resistió y agredió a los poco honrosos gobernantes locales. Pero si no son ciertas han sido bien halladas en estas historias del cuentero Ciro Bianchi Ross.

 

La Habana, 11 de mayo de 2008 

                                                                                             

                                                                                                      

            

 

 

Yo soy el chef/Ciro Bianchi Ross

Yo soy el chef/Ciro Bianchi Ross Editorial Diana

México, Mayo de 1996. 151p

Prólogo 

                 La vida no es como se vive; es como se recuerda

Es el embajador gastronómico de Cuba. Ha cocinado para Fidel Castro. También para Juan Carlos I y Felipe González. Manuel Fraga y Georges Ponpidou. Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier. Brigitte Bardot y Eith Piaf. Jacques Chirac y Francois Mitterrand. Pierre Trudeau y George Papandreu. Julio Iglesias y Joan Manuel Serrat. Carlos Saura y Geraldine Chaplin. Leonid Brezhnev y Mijail Garbachov. Juan Bosch y Salvador Allende. Claudia Cardinales y Romy Schneider. Alicia Alonso y Alain Delon… Antes de 1959 fue el cocinero de Meyer Lansky, lugarteniente de Lucky Luciano en La Habana y jefe de la mafia en Cuba, e intimo de Herminio Díaz, guardaespalda de Louis Santo Traficante y luego uno de los  asesino del presidente Kennedy. El general Batista no pudo convencerlo de que aceptara la plaza de primer cocinero en el Palacio Presidencial de la capital cubana.

La buena memoria del maestro Gilberto Smith Duquesne permite en este libro la reconstrucción del menú de famosos, millonarios, políticos y truhanes y verlos, en sus preferencias y antipatías, desde el ángulo privilegiado de la cocina.

Paro más allá de las cenas frugales de Castro, de la liebre que deleitara a Nat King Cole y de las gambas y langostas que entusiasman y desviven a este o a aquel político europeo, la obra es también una incursión amena y dinámica por el mundo de la cocina cubana, con sus características y las peculiaridades que la  que la distinguen de aquellas de las proviene. Es, asimismo, una recreación de La Habana, tumultuosa y desenfadada, de los años cuarenta y cincuenta, a través  del recuerdo de un habanero esencial, avispado y dicharachero. Y la vida de un hombre – el hilo conductor del relato- que comenzó de niño como pinche de cocina en restaurantes de poca monta y que hoy, con más de 60 años en la profesión y tras haber creado unos 150 platos de camarones y langostas, es conocido internacionalmente como “El Mago de las salsas”.

En l945 trabajaba en el roof del Hotel Sevilla, de La Habana. Un millonario judío ofreció un banquete y, a los postres, una dama preguntó por el jefe de la cocina. Smith se adelantó. Dijo: “Yo soy el Chef”- La mujer lo miró sorprendida – tenía 25 años entonces- y lo condujo al salón. Los comensales, de pie, lo aplaudieron.

Ese fue el despegue de Gilberto Smith Duquesne. Desde entonces, escenas similares se han repetido en Francia y España; Italia y Portugal; Suiza y Hungría; Grecia y Suecia; Bélgica y Alemania; Canadá y Japón… Los cuisiniers de postín de numerosos países conocen sus recetas, y el maestro ha perdido la cuenta de los títulos, órdenes, distinciones y medallas internacionales que ha recibido. En 1982, Hirohito le confirió su Medalla de Oro Especial, una de las condecoraciones más selectas del Imperio, que hasta entonces no había sido entregada a ningún extranjero.

Smith Duquesne es un experto en la preparación de platos a base de pescado y mariscos. Lo es también en los asados y en los pasteles. Conoce a la perfección los secretos de las cocinas judía, china y española y ese conocimiento enriquece, en buena medida, su quehacer cotidiano. “Inventar un plato es fácil, a condición de que sepa cómo hacerlo”, dice el maestro y lo demuestra en esta obra que incluye algunas de sus mejores recetas. Recetas que nunca antes se recogieron en libro.

Gilberto Smith Duquesne tiene 74 años de edad. Fue jefe de cocina del afamado Hotel Riviera, de La Habana. Es vicepresidente de la Federación Mundial de Cocineros y presidente vitalicio de la Federación Culinaria de la República de Cuba.

Es miembro efectivo de la Academia Culinaria de Francia – tiene la Medalla de Oro de esa entidad- y miembro de honor de la Asociación de Cocineros de Japón, la Federación Italiana de Cocina, la Federación Alemana de Cocineros, la Federación de Cocineros de Norteamérica, de los gorros Blancos de España y Francia, del exclusivo Club de la Cacerola, de París… Ha impartido numerosos cursos y conferencia en Europa y Japón y es profesor invitado de la British Columbia University, de Canadá.

Lo que sigue, por el método de indagación y su carácter, es un reportaje.

Conversé con Gilberto Smith durante más de 20 horas, a lo largo de varias jornadas, y, siguiendo una práctica habitual por mi rechazo casi insuperable a la grabadora, tomé abundantes notas de su plática, unas 200 carilla de una letra menuda y apretada y no siempre inteligible, que luego de calzar con la pertinente investigación de archivo, debí reducir a un número factible de cuartillas.

Por eso, siguiendo también el mismo método de siempre, leí las notas una vez, las releí y marqué al margen, con un plumón rojo, lo que me pareció más importante, las escenas clave, las ideas esenciales, los momentos culminantes de la vida del gran chef. Di vuelta a todo eso durante varios días, y a la hora de escribir me olvidé de los apuntes y trabajé de memoria, volviendo a las notas sólo cuando se trataba de precisar algún detalle olvidado.

Creo que así se logra una fluidez mayor en el relato.

Nada hay más trabajoso y enervante que la trascripción de una cinta magnetofónica, llena de entradas en falso, de frases sueltas y caminos que conducen a ninguna parte. Las notas son más nobles y fáciles de manejar, sin contar que uno, al discriminar mucho de lo que escucha, empieza a hacer ya desde ellas la edición de su texto, apresurada y rudimentaria, pero edición al fin. Tanto una como otra, sin embargo, tienen el inconveniente de imponer al que escribe una especie de camisa de fuerza que se torna insoportable si no se sabe cómo evadirla a tiempo. La palabra viva al pasar a la letra puede volverse dura, delirante, irreal. Resulta entonces recomendable la fidelidad al sentido y al espíritu de la palabra más que a la palabra misma. Y si además uno recordó sólo aquello que le pareció importante, está haciendo ya un servicio que el lector agradecerá.

Aun así, decidí conservar la primera persona del relato, tal como Smith me lo hizo, el tono personal y a veces de confidencia de lo que él llamaba “chismes de cocina”. Claro que la voz que se escucha en el texto es la mía, si bien respeté algunos de sus modismos, las muletillas, la adjetivación de mi interlocutor.

Fue este un trabajo gustoso que espero  guste al lector. Lo fue, al menos, en su primera parte. La segunda… nadie sabe lo arduo que  resulta escribir una receta de cocina hasta que no la hace, y  más cuando no se sabe cocinar. Smith hizo un primer intento de escribir las recetas, pero no resultó. Más que confusas, eran caóticas, no para neófitos, sino para personas con una amplia experiencia en el tema. Tuve que convencerlo primero de que el asunto era poner la alta cocina al alcance de todos y luego sentarme con él a poner, hasta donde pude, en orden sus ideas. No se avanzó nunca en más de cinco o seis recetas en jornadas de seis y más horas de trabajo. Está convencido de que los mejores platos surgen en el fogón. De esa manera ha hecho todos los suyos.

Si tuviera que decir ahora qué rasgo distingue a Gilberto Smith, diría que la dignidad. Añadiría enseguida que es un hombre afable y simpático. También altivo e inmodesto, no en balde es el cocinero más laureado del mundo. Respondió a mis preguntas con sinceridad, sin dobleces, sin apenas meditar sus palabras. Se apasionó a veces – tiene imágenes muy punzantes de su vida- pero supo distenderse a tiempo e imponer los ademanes elegantes que le son habituales en las degustaciones de sus platos cuando anuncia a los comensales que está servida la tabla. Unos ojos perspicaces y chispeantes son lo más sobresaliente de su cabeza redonda y calva que corona un torso cuadrado.

Esta es su vida, tal y como me la contó a mí, y como yo se la contaré a él ahora.

Voces de América Latina/Ciro Bianchi Ross

Voces de América Latina/Ciro Bianchi Ross

Editorial Arte y Literatura
Ciudad de La Habana, 1988. 362 p.

Este es el libro de un periodista, no el libro de un crítico

Como periodista me acerqué a los narradores cuyas entrevistas aparecen en este volumen. Quería aproximarme a su intimidad y conocer, relatado por ellos mismos, el revés de la trama, es decir, las circunstancias que rodearon la aparición de algunos de sus libros, detalles biográficos que se reflejan en su quehacer, sus relaciones con el periodismo cuando las hubiere, el nacimiento de sus vocaciones y métodos de trabajo, asunto que interesa cada vez más al lector que cree encontrar así el modo de develar el misterio de la creación y humanizar al escritor… Deseaba ofrecer, en suma, una visión de cómo vive y trabaja un grupo prestigiosos de narradores latinoamericanos, y hacerles hablar acerca de sus sueños y recuerdos.

El azar me ayudó mucho, y el esfuerzo y, en ocasiones, la constancia hicieron el resto a fin de que pudiera reunir aquí a un conjunto de figuras significativas. Todos marcan hito en las letras de sus fronteras nacionales y repercuten con su obra en toda América Latina e incluso más allá de los límites de nuestro continente. Son creadores que en buena medida han contribuido a que el lector latinoamericano tenga fe en sus narradores. Podrá objetárseme que en este libro faltan nombres; no creo, sin embargo, que pueda asegurarse que sobra alguno. El más antiguo de estos textos es el de José Lezama Lima; el más reciente, el de José Luis González. Excepto Miguel Barnet, Pedro Jorge Vera y Mario Benedetti que lo hicieron por escrito, el resto respondió de viva voz y yo recogí sus palabras sin valerme de la grabadora en ningún caso. A veces, la tomé al dictado; otras, anoté sólo lo que me pareció más especial, y siempre traté de memorizar la mayor cantidad de pormenores posible. Ni con Julio Cortázar ni con Augusto Monterroso hice un solo apunte. Decía Truman Capote que cualquier persona  es capaz de recordar con exactitud lo que dijeron dos horas antes…

Aunque se hicieron  a lo largo del tiempo, a veces con largas pausas entre una y otra, todas las entrevistas se concibieron con el fin último de que apareciesen en un libro como éste. Partí de una premisa esencial al hacerlas: una entrevista es un juego no necesariamente plácido entre dos o más personas. Procuré siempre tocar el fondo del entrevistado, y en el transcurso de la conversación pinché, pero no ataqué, provoqué, expuse mis criterios y opiniones, pero terminé aceptando el punto de vista de mi interlocutor.

A diferencia de lo que hice en Las palabras de otro, recopilación de entrevistas con escritores cubanos publicadas en 1983, en que cada texto era diferente a los demás – lo que la crítica señaló oportunamente-, en este libro, salvo en dos o tres casos, seguí el método convencional de preguntas y respuestas ya que me pareció el más pertinente y válido – directo- para reflejar el pensamiento y el sentir de las personalidades escogidas. Creo que de esa forma se logra una comunicación más eficaz entre el lector y el entrevistado, por esta vez al menos.

Trabajé siempre con cuestionarios cuidadosamente elaborados que no excluyeron nunca las preguntas que surgían al calor de la conversación. Propicié un clima de confianza durante el diálogo, y luego, a la hora de trabajar el texto traté de ser lo más fiel posible a sus palabras, como es lógico, y también a su modo de decir.

El único inconveniente fue el tiempo. Durante su visita a Cuba, la mayor parte de estos   escritores tenía un programa apretado de actividades y las entrevistas debieron adaptarse a esa situación.

Aún así creo que se hallarán aquí las opiniones auténticas que esos narradores tienen sobre su propia obra y acerca de muchos de los temas que les preocupan como hombres, y también datos de índole personal que resultarán atractivos. El lector quizás pueda abarcar la humanidad enorme, el desenfado, la honestidad aplastante de algunos de ellos, y la arrogancia y la autocomplacencia de otros.

Un hombre en la noticia/Ciro Bianchi Ross

Un hombre en la noticia/Ciro Bianchi Ross

Editorial Pablo de la Torriente, La Habana. 1989

Prólogo

Nunca he escrito una cuartilla que no sea por encargo

Se repite con frecuencia que un autor es siempre mal crítico de su propia obra, y yo no me atrevería a asegurar que seleccioné en estas páginas mis mejores trabajos periodísticos. Cuando se ha publicado mucho – tal vez, demasiado- y ése es mi caso, uno tiende a portar una suerte de antología ambulatoria que le permite olvidarse de muchas otras cosas a fin de no correr el riesgo de vivir aplastado por ellas.

Si antes de recibir la proposición de la editorial Pablo de la Torriente, de la UPEC, para publicar este libro, alguien me lo hubiera preguntado, yo habría podido responderle cuáles de mis reportajes, entrevistas, crónicas, comentarios, notas… dados a conocer a lo largo de más de 20 años, me satisfacían más. Pero abocado a esta selección, sucedió que algunos de esos textos se me cayeron de las manos en tanto que de la relectura emergían otros, relegados en la memoria y minimizados en una escala personal de valores, que comencé a ver de manera diferente. No digo que sean mejores ni más eficaces, pero son los  que están aquí. Y antes de que alguien lo descubra, me apresuro a reconocer que este volumen, más que una muestra de mi quehacer profesional lo es, sobre todo, de mi trabajo más reciente, con el que me identifico más. Creo que a todos les sucede lo mismo.

Vi mi nombre por primera vez en letra impresa cuando tenía 17 años. Hoy, cuando releo aquel artículo inicial, que envié por correo a Luis Gómez Wangüemert, entonces director del periódico El Mundo, no me explico qué lo movió a publicarlo y, lo que es más, a pagármelo y a sugerirme una colaboración eventual en el diario. Lo cierto es que con aquellas dos cuartillas, las únicas que había escrito y que aparecieron en la página editorial, se decidía mi destino: a partir de ese momento, el periodismo condicionaría mis lecturas, mi vida personal, mis ambiciones.

A El Mundo siguió una colaboración más o menos sistemática en La Gaceta de Cuba, mensuario de la Unión de Escritores y Artistas, y ya en 1972 me vinculé a la revista Cuba Internacional, que dio portada al primer trabajo mío que acogió en sus páginas. Fue un momento particularmente importante de mi carrera, emocionante, diría mejor, pero hoy veo todo eso  como mi prehistoria en la profesión. Aunque recogí en libro algunas de mis publicaciones de aquella época, fueron años en los que me debatí entre la duda y el complejo de ineptitud, y de noches enteras frente a un manojo de cuartillas acribilladas por las tachaduras. Creo que empecé a encontrarme conmigo con mi entrevista a René Portocarrero, en 1978. No es extraño entonces que el texto más antiguo que incluye este volumen sea precisamente ése.

Aquellos años dejaron ganancias positivas. Etapa de búsqueda y encuentro, me llevó a convencerme de que la meta primera y última de un reportero es la de hacerse imprescindible en su redacción, y procuré moverme libremente entre los géneros y no encasillarme en temas ni sectores, pues más allá de la especialización, hoy tan en boga, creo que un periodista que lo sea de veras  tiene que ser capaz de abordar con eficacia cualquier asunto, aunque muy otras y distintas sean sus preferencias.

Entonces aprendí con Wilfred Burchett que los géneros periodísticos se respetan, se violentan y se mezclan a voluntad; con Lisandro Otero, que el buen reportaje es también literatura; con Enrique de la Osa, la dimensión cúbica de la noticia; y con Gregorio Selser, el respeto escrupuloso a las fuentes. Las entrevistas que conforman El oficio del escritor, me enseñaron cómo se hacía una entrevista, y en las crónicas de Elena Poniatowska y de Norman Mailler admiré una libertad y una soltura que nunca he podido conseguir en las mías. Carpentier periodista fue todo un maestro en el sentido más completo del término, y lo sigue siendo.

El tiempo no transcurre en vano. Hoy me encasquillo menos, la página en blanco deja de tener cara de enemigo y las palabras salen a veces con una facilidad que es también engañosa y perjudicial,  pero aún me debato entre la incertidumbre y el complejo de  ineptitud, y las noches son tan largas como las de antes para, al final, no sentirme casi nunca satisfecho en este oficio desolado, privilegiado y terrible, que uno ama y detesta a la vez.

Salvo las primeras de El Mundo, yo nunca he escrito una cuartilla que no sea por encargo. Esto quiere decir que son otros los que escogen mis temas y determinan el género en que debo tratarlos, y el tiempo que les puedo dedicar.

Este libro es como una barraca de feria, un cajón de sastre, tan heterogéneo y diverso como mi trabajo  en todos estos años. En sus páginas quise recoger una muestra de aquella parte de mi labor que guarda relación con el reportaje y la crónica. Tiene, sin embargo, un denominador común, el hombre que hace posible la noticia y la protagoniza, un hombre excepcional a veces y otras común y humilde que aunque no lo sepa es también excepcional en lo suyo; la mal llamada “gente sin historia” que tiene casi siempre una historia muy rica que contar.

Excepto “La rusa de Baracoa”, que apareció en la revista Revolución y Cultura, todos estos materiales vieron la luz originalmente en Cuba Internacional. Eso explica el porqué de algunas aclaraciones que huelgan para el lector cubano. Al final de cada uno de los textos se consigna el año de su publicación. El orden con que se insertan pretende atenuar la probable fatiga de quien los lea.

No retoqué estas páginas aunque estuve tentado de hacerlo, y sólo en muy pocos casos, como el de “Federico en Cuba”, precisé detalles que quedaron claros tras una ardua investigación posterior que quizás algún día recoja en libro. Retocarlas no tenía sentido; distorsionaría la intención de un volumen con éste. Ya se sabe que el hombre es un instante sensorial infinitamente polarizado; de volver a enfrentar estos temas con una cuartilla, pocos quedarían de la misma manera.