Blogia

CBianchiRoss/Vida y Obra

Ciro

Ciro

Rosa Miriam Elizalde

Es uno de los cronistas más vehementes y audaces que conozco. Puede oler una noticia a más de un kilómetro de distancia, cuando no se las arregla para crearlas. Esto da como resultado un observador febril que sigue su instinto y no puede dejar de curiosear, escribir e impactar. A partir de una oración afirmativa, él es capaz de construir un libro de aventuras atenido con rigurosa lealtad al argumento histórico. Ciro Bianchi Ross es en Cuba, probablemente, el periodista que muchos quisiéramos ser cuando seamos grandes.

            Recuerdo el día en que, tímidamente, lo llamé por teléfono a su casa para ofrecerle una de las secciones más leídas del dominical de Juventud Rebelde, que compartiría con nuestros queridísimo y fiel Enrique Núñez Rodríguez. Por experiencia propia sé que mantener una columna  en un periódico, a la par de otros compromisos profesionales, es una tarea inclemente y, a veces, un parto con fórceps. Estaba al tanto de que, en esos momentos, Ciro terminaba un libro, preparaba otro, atendía una página web y colaboraba con medio mundo.

            Sin embargo, su respuesta llegó tres días más tarde, en cuartillas tecleadas sobre una veterana Underwood –“sigo a la vieja usanza”, me confesó- y con el número exacto de líneas que le habíamos pedido. Desde aquel primer domingo, se convirtió en uno de los periodistas más leídos de Juventud Rebelde y a quien los lectores prodigaban sin miseria cartas, comentarios telefónicos y muchísimo cariño.

            Dijo Jorge Luis Borges en El Aleph, que “la humildad es una forma de lucidez”. Desde ese punto de vista, Ciro es un modelo. No solo porque para él una cuña informativa tiene tanta dignidad como un ensayo, sino porque quien lo conozca y se asome a su bibliografía no puede dejar de asombrarse. A él le debemos, junto a una colaboración sistemática con las más importantes publicaciones del país, numerosos títulos que recogen las huellas de personalidades  imprescindibles de las artes y el pensamiento hispanoamericano y universal, además de una excelencia periodística inscrita en nuestra mejor tradición, desde el advenimiento del Papel Periódico de La Havana, en el siglo XVIII cubano.

            Basta como referencia que Ciro Bianchi es uno de los grandes estudiosos de la obra de José Lezama Lima. Junto a Cintio Vitier, trabajó en la edición crítica de Paradiso, compiló Imagen y posibilidad y el epistolario Como las cartas no llegan. Editó los Diarios del gran escritor cubano y, por si fuera poco, es el autor, entre otros, de Las palabras de otros, Voces de América Latina, La oreja de Dios, Tras los pasos de Hemingway y García Lorca/Pasaje a La Habana, libros que sientan cátedra en nuestra profesión y que demuestran que al valor testimonial del periodismo se pueden unir la poesía de lo cotidiano, el placer, el asombro y el dolor que supone la vida como aventura intrínsecamente misteriosa.

            En Así como lo cuento hay muchas de las crónicas publicadas desde el inicio en aquella espléndida colaboración con la página 11 del dominical de Juventud Rebelde, un espacio que confirma la lúcida humildad de este gran periodista y, también, la frase de Paco Ignacio Taibo II que suele citar Ciro mientras se afilia con ardor a semejante concepto: “Si la voz del pueblo es la voz de Dios, nosotros, los periodistas, somos la oreja de Dios”.

            Juventud Rebelde. La Habana, 8 de febrero de 2005

Soy una especie en extinción

Soy una especie en extinción

Alina Perera Robbio

Ciro Bianchi Ross, el cronista que usted lee ávidamente cada domingo para viajar por emociones, personajes y sucesos de la isla, es realmente un ser nada común, tal como se describe: nunca usó grabadora ni tomó notas en sus innumerables entrevistas, jamás mandó a revisar el producto final con sus interlocutores. Y ahí está… ileso

Periodista de armas tomar, maestro de generaciones (estoy entre sus alumnos), Ciro Bianchi Ross es uno de los interlocutores más fascinantes que conozco. No suele propiciar los diálogos en los cuales toma parte y que discurren como una cadeneta alucinante de historias. Hay que provocarlo, preguntarle. Porque no le interesa figurar; no narra, así como así, todo lo que ha vivido y conoce.

            Su falta de vanidad es deslumbrante: cualquiera que desee aprender, se sentirá a gusto frente a este experto en contar noticias de todos los tiempos, en estampar historias y personajes de verdad, todos salidos de archivo y biblioteca personales, puestos sobre las cuartillas gracias al golpeteo de una maquinita de escribir que el periodista no abandona a pesar del seductor llamado de la computación.

            Ciro no tiene idea de cuántos “artículos” (así le dice él a sus trabajos) ha publicado en sus 38 años de oficio. Tampoco sabe cuántas entrevistas son. Todo forma parte de la humildad de este cultísimo profesor –amante del arte culinario, por cierto-, ante quien lo hice todo al revés el día de este diálogo: grabé en una cinta magnetofónica (él nunca lo hizo); le dije que le extendería la versión final para que la revisara (jamás tuvo esa costumbre). Y para colmo le pregunté si se había sentido bien en la entrevista… Creo que fue benevolente y que nunca me dirá de su desilusión.

            -¿Cómo entra al mundo del periodismo?

            -Con 17 años. Estudiaba bachillerato, me había conseguido una maquinita de escribir, prestada, e hice un artículo sobre Tristán de Jesús Medina, un cura, escritor, poeta, orador muy importante del siglo XIX cubano.

            “Cuando terminé el artículo no tenía a quien dárselo. No conocía a ningún periodista, y se me ocurrió mandárselo por correo a Luis Gómez Wangüemert, director del periódico El Mundo. Para que el papel abultara menos yo había escrito a renglón seguido. Cosas de muchacho al fin… Al contestarme, Wangüemert me dijo que lo iba a publicar, y que si volvía a escribir para El Mundo lo hiciera a renglón doble. De algún modo me estaba dejando abierta la puerta.

            “Después que apareció el artículo hice otro que también salió. Mandé el tercero, y al publicarse, Wangüemert me envió una carta comunicándome que podía llevar personalmente los trabajos al periódico. Creo que él se enteró de que yo no había cobrado por los trabajos.

            “Fui al periódico, cobré y corrí  a la librería a obtener los tomos que me faltaban de las Obras Completas de José Martí. También compré Hombradía de Antonio Maceo, de Raúl Aparicio, y Analectas  del reloj, de José  Lezama Lima”.

-¿Cómo ha logrado convertirse en tan buen contador de historias?

-A mí nunca me hicieron cuentos infantiles… Mi abuela jamás me los hizo. Nací

en La Habana, en 1948, en lo que hoy conocemos como 10 de Octubre. Lo que pasa es que mi padre y mi abuela siempre fueron muy buenos narradores orales. Ya con seis o siete años,  conocía sobre muchas historias de la Cuba republicana: sabía quién era Machado, cómo habían saqueado las casas a su caída del poder, cómo Grau había llegado a la presidencia, cómo se había incendiado en 1890 la ferretería de Isasi, algo que fue una de las más grandes tragedias de La Habana.  Mientras me daban la comida, me iban contando todo eso.

            “La mía no era lo que se dice una familia culta, pero en casa se leía el periódico todos los días y la revista  Bohemia, cada semana. Lo otro era que existía en mi casa un verdadero culto por los grandes periodistas cubanos. Cuando se hablaba de Vasconcelos, por ejemplo, se le decía “la pluma de oro del periodismo cubano”. Mi padre, trabajador de la construcción, y mi madre, ama de casa, expresaban gran respeto por esas personas. Y a eso añade que yo, con ocho o nueve años, tenía como juego preferido pararme en la esquina con una libreta y un lápiz a interrogar a quienes iban pasando. Siempre me gustó mucho hojear  Bohemia, y ver los programas donde comparecían prestigiosos periodistas”.

            -¿Dónde obtiene todas las informaciones que ha ido publicando en Juventud Rebelde?

            -Tengo una gran biblioteca. Todo lo que he escrito para Juventud Rebelde lo he hecho sin moverme de mi casa. No he salido a ninguna biblioteca a buscar nada. Si no lo tengo en casa, no escribo el tema. Durante buen tiempo me ayudó muchísimo un documentalista, Gonzalo Sala. Por lo general nuestras conversaciones eran telefónicas.

            “Tengo, además, una gran colección de recortes de periódico. Guardo, archivo, ficho  todo lo que leo y me interesa. También tengo la costumbre de pasar por un lugar y preguntarme qué sucedió allí. Son historias que uno va acopiando a lo largo de la vida”.

            -¿Qué sintió cuando vio publicado, por vez  primera, un texto suyo?

            -La misma alegría que siento hoy después de haber publicado miles de artículos. Nunca he perdido esa ilusión de ver el nombre de uno calzando un texto.

            -Siempre que usted y yo conversamos tenemos un tema recurrente: José Lezama Lima. ¿En qué circunstancias lo conoció?

            -En un recital de poesía que auspició  la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), donde estaban él, Virgilio Piñera y Eliseo Diego.

            -¿Qué impresión le dio ese gran intelectual en el primer encuentro cercano?

            -Lezama era un hombre impresionante. Realmente. Su esposa había sido mi profesora en el bachillerato, y me lo presentó. La primera vez que hablé con él me quedé sin palabras. No pude decir mucho. Era, en primer lugar, muy humano. Y muy simpático, ocurrente. Tenía siempre el chiste presto y, sobre todo, la ironía. Uno se divertía mucho con él.

            “Era muy generoso. A mí me fue prestando su biblioteca, y, según me cuentan, era muy raro que prestara un libro. Dicen que cuando alguien le pedía uno, él iba a la librería, lo compraba, y se lo regalaba a la gente. Sin embargo, a mí me prestó de su propia biblioteca, muy bien nutrida.

            “Iba prestando una serie de libros dentro de lo que él llamaba el Curso Délfico. Textos que facilitaba y que después comentábamos”.

            -¿Cuántas entrevistas calcula usted haber hecho?

            -No las tengo contabilizadas. He tenido la suerte de conocer y entrevistar a escritores importantes de Cuba, como Lezama, Carpentier, Chacón y Calvo, José Zacarías Tallet, Nicolás Guillén, Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz…

            ¿Por qué el genero de la entrevista?

            -Por envidia.

            “Cuando empecé a escribir en el periódico El Mundo, me puse a pensar sobre la importancia que podría tener contar sobre mí mismo. Era un hombre muy joven, quizás podía contar algunas cosas, pero a quién le iban a interesar… Entonces llegué a la conclusión de que si yo entrevistaba a grandes figuras, la gente me leería, no por mí, sino por enterarse de lo que pensaba ese gran escritor, pintor o científico.
            -¿Cuándo cree usted que ha logrado una entrevista?

            -Tocar el fondo de un personaje o de una situación, tanto en el periodismo como en la literatura, es más difícil de lo que los lectores y escritores mismos puedan pensar. El problema es no irte de la entrevista sin hacer las preguntas que tenías pensadas.

            -De las personas a quienes ha entrevistado, ¿cuáles son las que recuerda con particular intensidad?

            -Lezama, Carpentier, el venezolano Miguel Otero Silva, Julio Cortázar, Augusto Monterroso… Con este último me sucedió algo curioso: él concedía la entrevista a condición de que yo no tomara notas ni grabara. Me dijo: “Le doy todo el tiempo que usted quiera, pero usted no puede tomar notas. Después, si usted recuerda lo que hablamos, publica eso”.

            -¿Y así fue?

            -Así fue. Y con Cortázar me pasó lo siguiente: él estaba en La Habana por un encuentro de intelectuales en la Casa de las Américas. Lo llamé por teléfono y le dije que quería hablar con él. Me atendió. Estuvimos hablando casi tres horas en el lobby del hotel Riviera. Cuando terminamos le pregunté: “¿Puedo publicar lo que hemos conversado?” Me dijo: “Dudo que lo recuerde”. Respondí: “Bueno, eso es un problema mío”. Antes de irme del hotel sí tomé una serie de notas, sobre todo de los temas sobre los que habíamos conversado. Después lo reconstruí todo en casa. Cortázar nunca se quejó.

            -¿Ningún entrevistado se quejó por su método de no grabar declaración alguna?

            -No. Claro que yo nunca  he preguntado a ninguno  qué le pareció la entrevista que le hice. Tampoco la doy para que el entrevistado la revise.

            -¿No le parece riesgoso?

            -Yo asumo mis responsabilidades.

            -Como también las asume al no usar grabadora. ¿Realmente nunca la usó?

            -Nunca. Reconstruyo las entrevistas a mano.

            -¿…?

            -Soy una especie en extinción. Nunca he usado grabadora. La única vez que la usé fue con Carlos Rafael Rodríguez, y el destino me castigó porque en la cinta no quedó nada grabado. Por suerte, entonces yo tenía una gran memoria.

            -¿Y ahora?

            -No lo creo… eso se va perdiendo. Ya yo no me siento capaz de hacer lo que hice con Cortázar.

            -¿Qué significa para Ciro ser un buen periodista?

            -Creo que el buen periodista vive como periodista todo el tiempo. Ya lo demás lo pone uno. La audacia, por ejemplo, es importante. Hay que atreverse, porque si no lo haces no logras nada.

            -¿Qué entrevista imprescindible cree le falta por hacer?

            -Me gustaría mucho entrevistar a Fidel. Y me hubiera gustado  haber entrevistado a la poetisa matancera Carilda Oliver Labra. La entrevisté en parte, y siempre quedamos en hacer algo más pensado, más largo. Nos comunicábamos bastante por teléfono, pero nunca me concedió la entrevista.

            -¿Durante qué tiempo se puede ser periodista?

            -Imagino que me estaré muriendo, estaré cinco segundos antes de mi muerte viendo una noticia, y trataré de darla.

            Juventud Rebelde, La Habana, 6 de febrero de 2005.

           

Vivir del cuento

Vivir del cuento

Manuel Echevarría Gómez

Ciro Bianchi Ross, escritor y periodista de pura cepa, no ceja en su empeño de redescubrir el mundo y contarlo a su manera
 

Conversador empedernido que alterna la taza de café con el cigarro de ocasión en los corrillos más improvisados, Ciro Bianchi Ross es más que un periodista sagaz y numerario, un escritor reyoyo, de pura cepa, como conviene a los derroteros de la cubanía que trasuman su obra toda.

            Siempre que los compromisos editoriales se lo permiten regresa a Sancti Spíritus: ora invitado a presidir un jurado en las lides literarias, ora para disertar sobre un tema poco común o presentar el último de sus libros, de manera que ya la villa lo cuenta entre sus hijos adoptivos, de esos que vuelven con los afectos a flor de piel a dejar la huella en la memoria agradecida.

            A los 17 años de edad redactó su primer artículo de perfil cultural; lo mandó al entonces periódico El Mundo y Luis Gómez Wangüemert se lo publicó en la página editorial donde escribían Chacón y Calvo, Samuel Feijóo, Loló de la Torriente, Salvador Bueno, Gustavo Aldereguía y Alejo Carpentier. Aquella entrada por la puerta ancha al convite de la letra impresa le ofreció un espaldarazo a su vocación  intacta hasta los días de hoy. Después probó suerte en el horizonte de las colaboraciones y su firma empezó a solazarse en las páginas de lujo de Cuba Internacional, La Gaceta de Cuba y Juventud Rebelde, que lo ha  consagrado en su tirada dominical durante los últimos cuatro años en una chispeante sección de lectura.

            Ciro es un cronista que no ceja en su empeño de redescubrir el mundo: “Mi ideal es que yo pueda sostener una conversación y luego hacer el cuento de lo que esa persona me dijo. El lector percibe la libertad”.

            ¿Cómo lo logras?

            La propia entrevista te dice cómo escribirla. La palabra va y viene como una pelota de ping pong. Yo escribo sobre personajes de la pequeña historia de Cuba vistos con simpatía e imparcialidad. Los historiadores olvidan que esos personajes sudan y tienen brillo en la mirada. Siempre parto de una oración afirmativa simple y cuando tengo la primera frase lo demás fluye sin problemas.

            ¿Dicen que tienes memoria de elefante y que nunca has utilizado una grabadora?

            Hago mis entrevistas sin tomar notas;  nunca uso grabadora. Una vez sostuve una conversación con  Julio Cortázar y le pregunté: ¿Usted cree que yo pueda reproducir esto? “No tengo inconveniente, me respondió, pero dudo que usted lo recuerde todo”. Le dejé entrever que ese era mi problema, elaboré una especie de prontuario y cuando llegué a la casa la escribí. Nunca he tenido un desliz de esa naturaleza.

            Entre tus entrevistados memorables figura José Lezama Lima, una de las cumbres de la literatura cubana de todos los tiempos, de quien compilaste varios textos manuscritos y dispersos. A la distancia de los años, ¿qué ha permanecido inalterable en tu memoria?

            La fidelidad de Lezama a la cultura, su sentido ético ante la vida y lo entrañable de su amistad. Me fue prestando libros de su biblioteca en algo que él llamaba el Curso Délfico y que consistía en facilitar los textos y luego conversar sobre lo leído.

            Fuiste el primer periodista que entró en la casa de los Loynaz después del triunfo revolucionario, ¿a qué se debió esa dádiva?

            Escribí acerca del aniversario 50 de la visita de Lorca a Cuba y cuando me aproximé al tema comprendí que las fuentes de lo publicado, estando el granadino en la isla, quedaban sin explorar. Dulce María me recibió y pude ahondar sobre la amistad de ella y sus hermanos con Lorca. A partir de allí descubrí una serie de cosas relevantes que se recogen en mi libro, escrito como casi todos a partir de un reportaje.

            Las crónicas de Juventud Rebelde, que ya suman más de 200,  suponen un arsenal considerable de información, ¿dónde la encuentras?
            En mi archivo personal. Poseo una gran colección de recortes de revistas y periódicos y fichas bibliográficas. Si tengo que ir a la biblioteca, no escribo el artículo.
            ¿Te gustaría que tus lectores te recordaran como periodista o escritor?

            No puedo separar una cosa de la otra. El destino último del trabajo periodístico es el libro.

            Escambray. Sancti Spíritus, 21 de mayo de 2005

Rescatan días cubanos de García Lorca

Rescatan días cubanos de García Lorca

Armando Chávez

La silueta de García Lorca en Cuba, en 1930, retorna ahora por fin con mayor nitidez gracias a un libro minucioso y esclarecedor.

            Ciro Bianchi Ross, uno de los periodistas más acuciosos de la isla, dedicó varios años a seguir la huella fugaz, a veces confusa, o ya perdida de manera definitiva, del más célebre poeta español de este siglo, que tuvo en Cuba algunos de los días más luminosos de su vida.

            Pese a la persistente búsqueda en archivos, bibliotecas y la memoria de testimoniantes, quedan momentos imprecisos de la visita del creador de Bodas de sangre; algunos testimonios incluso, según Bianchi, son contradictorios, aunque fueron tomados de muy buena fuente.

            Autor de varios libros de conversaciones con intelectuales imprescindibles de la América Latina, Bianchi tocó de puerta en puerta y logró recuerdos que habían permanecido inéditos, entre ellos el de Flor Loynaz, pintora y poetisa, a quien Federico regaló el manuscrito de Yerma, en un tiempo cómplice de su amistad.

            Otro de los testimonios incluidos fue el del escritor José María Chacón y Calvo, un hombre que ya en plena vejez, con voz apagada y triste, confesó a Bianchi que fue él quien prestó a Lorca el dinero suficiente para que viajara desde Madrid a Granada, donde tropezó con la muerte.

            Impreso por Puvill Libros (Barcelona) y la casa cubana Pablo de la Torriente Brau, Pasaje a La Habana reúne además las referencias bibliográficas de los textos  de Lorca publicados en Cuba, así como los que sobre Lorca difundiera la prensa cubana. En sus páginas, brillantes poetas, narradores y ensayistas se refieren de forma muy elogiosa a los días habaneros del autor de  Romancero gitano, dotándolos casi de un aura mítica.

            Dice Nicolás Guillén al respecto: “Lo conocí en La Habana y siempre he conservado, como uno de mis grandes recuerdos imborrables, la carga enorme de simpatía y cordialidad que eran inseparables del poeta andaluz. Llevo en la memoria mis encuentros con el ingenio inagotable y la gracia espiritual que caracterizaron a Federico”.

            Bianchi es autor, entre otros títulos de Voces de América Latina y La oreja de Dios. Compiló sus reportajes en un libro, Un hombre en la noticia. Y publicó asimismo Yo soy el chef  y Tras los pasos de Hemingway. Periodista prolífico y de alto vuelo, sus libros han aparecido en Japón, Brasil, España y México. Sus entrevistas y reportajes son habituales en las publicaciones de Prensa Latina.

            Concebidos con el impulso y el aliento del periodismo, los libros de Ciro Bianchi Ross tienen el encanto de una realidad coloreada y complementada por la ficción, o bien a través de las reconstrucciones de época y personajes, o por las confesiones sorprendentes,  llenas de memoria, de sus entrevistados.

            Cuba Internacional, La Habana, 1998. No. 313

Yo soy el chef/Ciro Bianchi Ross

Yo soy el chef/Ciro Bianchi Ross

Editorial Diana

México, Mayo de 1996. 151p

Prólogo 

                 La vida no es como se vive; es como se recuerda

Es el embajador gastronómico de Cuba. Ha cocinado para Fidel Castro. También para Juan Carlos I y Felipe González. Manuel Fraga y Georges Ponpidou. Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier. Brigitte Bardot y Eith Piaf. Jacques Chirac y Francois Mitterrand. Pierre Trudeau y George Papandreu. Julio Iglesias y Joan Manuel Serrat. Carlos Saura y Geraldine Chaplin. Leonid Brezhnev y Mijail Garbachov. Juan Bosch y Salvador Allende. Claudia Cardinales y Romy Schneider. Alicia Alonso y Alain Delon… Antes de 1959 fue el cocinero de Meyer Lansky, lugarteniente de Lucky Luciano en La Habana y jefe de la mafia en Cuba, e intimo de Herminio Díaz, guardaespalda de Louis Santo Traficante y luego uno de los  asesino del presidente Kennedy. El general Batista no pudo convencerlo de que aceptara la plaza de primer cocinero en el Palacio Presidencial de la capital cubana.

La buena memoria del maestro Gilberto Smith Duquesne permite en este libro la reconstrucción del menú de famosos, millonarios, políticos y truhanes y verlos, en sus preferencias y antipatías, desde el ángulo privilegiado de la cocina.

Paro más allá de las cenas frugales de Castro, de la liebre que deleitara a Nat King Cole y de las gambas y langostas que entusiasman y desviven a este o a aquel político europeo, la obra es también una incursión amena y dinámica por el mundo de la cocina cubana, con sus características y las peculiaridades que la  que la distinguen de aquellas de las proviene. Es, asimismo, una recreación de La Habana, tumultuosa y desenfadada, de los años cuarenta y cincuenta, a través  del recuerdo de un habanero esencial, avispado y dicharachero. Y la vida de un hombre – el hilo conductor del relato- que comenzó de niño como pinche de cocina en restaurantes de poca monta y que hoy, con más de 60 años en la profesión y tras haber creado unos 150 platos de camarones y langostas, es conocido internacionalmente como “El Mago de las salsas”.

En l945 trabajaba en el roof del Hotel Sevilla, de La Habana. Un millonario judío ofreció un banquete y, a los postres, una dama preguntó por el jefe de la cocina. Smith se adelantó. Dijo: “Yo soy el Chef”- La mujer lo miró sorprendida – tenía 25 años entonces- y lo condujo al salón. Los comensales, de pie, lo aplaudieron.

Ese fue el despegue de Gilberto Smith Duquesne. Desde entonces, escenas similares se han repetido en Francia y España; Italia y Portugal; Suiza y Hungría; Grecia y Suecia; Bélgica y Alemania; Canadá y Japón… Los cuisiniers de postín de numerosos países conocen sus recetas, y el maestro ha perdido la cuenta de los títulos, órdenes, distinciones y medallas internacionales que ha recibido. En 1982, Hirohito le confirió su Medalla de Oro Especial, una de las condecoraciones más selectas del Imperio, que hasta entonces no había sido entregada a ningún extranjero.

Smith Duquesne es un experto en la preparación de platos a base de pescado y mariscos. Lo es también en los asados y en los pasteles. Conoce a la perfección los secretos de las cocinas judía, china y española y ese conocimiento enriquece, en buena medida, su quehacer cotidiano. “Inventar un plato es fácil, a condición de que sepa cómo hacerlo”, dice el maestro y lo demuestra en esta obra que incluye algunas de sus mejores recetas. Recetas que nunca antes se recogieron en libro.

Gilberto Smith Duquesne tiene 74 años de edad. Fue jefe de cocina del afamado Hotel Riviera, de La Habana. Es vicepresidente de la Federación Mundial de Cocineros y presidente vitalicio de la Federación Culinaria de la República de Cuba.

Es miembro efectivo de la Academia Culinaria de Francia – tiene la Medalla de Oro de esa entidad- y miembro de honor de la Asociación de Cocineros de Japón, la Federación Italiana de Cocina, la Federación Alemana de Cocineros, la Federación de Cocineros de Norteamérica, de los gorros Blancos de España y Francia, del exclusivo Club de la Cacerola, de París… Ha impartido numerosos cursos y conferencia en Europa y Japón y es profesor invitado de la British Columbia University, de Canadá.

Lo que sigue, por el método de indagación y su carácter, es un reportaje.

Conversé con Gilberto Smith durante más de 20 horas, a lo largo de varias jornadas, y, siguiendo una práctica habitual por mi rechazo casi insuperable a la grabadora, tomé abundantes notas de su plática, unas 200 carilla de una letra menuda y apretada y no siempre inteligible, que luego de calzar con la pertinente investigación de archivo, debí reducir a un número factible de cuartillas.

Por eso, siguiendo también el mismo método de siempre, leí las notas una vez, las releí y marqué al margen, con un plumón rojo, lo que me pareció más importante, las escenas clave, las ideas esenciales, los momentos culminantes de la vida del gran chef. Di vuelta a todo eso durante varios días, y a la hora de escribir me olvidé de los apuntes y trabajé de memoria, volviendo a las notas sólo cuando se trataba de precisar algún detalle olvidado.

Creo que así se logra una fluidez mayor en el relato.

Nada hay más trabajoso y enervante que la trascripción de una cinta magnetofónica, llena de entradas en falso, de frases sueltas y caminos que conducen a ninguna parte. Las notas son más nobles y fáciles de manejar, sin contar que uno, al discriminar mucho de lo que escucha, empieza a hacer ya desde ellas la edición de su texto, apresurada y rudimentaria, pero edición al fin. Tanto una como otra, sin embargo, tienen el inconveniente de imponer al que escribe una especie de camisa de fuerza que se torna insoportable si no se sabe cómo evadirla a tiempo. La palabra viva al pasar a la letra puede volverse dura, delirante, irreal. Resulta entonces recomendable la fidelidad al sentido y al espíritu de la palabra más que a la palabra misma. Y si además uno recordó sólo aquello que le pareció importante, está haciendo ya un servicio que el lector agradecerá.

Aun así, decidí conservar la primera persona del relato, tal como Smith me lo hizo, el tono personal y a veces de confidencia de lo que él llamaba “chismes de cocina”. Claro que la voz que se escucha en el texto es la mía, si bien respeté algunos de sus modismos, las muletillas, la adjetivación de mi interlocutor.

Fue este un trabajo gustoso que espero  guste al lector. Lo fue, al menos, en su primera parte. La segunda… nadie sabe lo arduo que  resulta escribir una receta de cocina hasta que no la hace, y  más cuando no se sabe cocinar. Smith hizo un primer intento de escribir las recetas, pero no resultó. Más que confusas, eran caóticas, no para neófitos, sino para personas con una amplia experiencia en el tema. Tuve que convencerlo primero de que el asunto era poner la alta cocina al alcance de todos y luego sentarme con él a poner, hasta donde pude, en orden sus ideas. No se avanzó nunca en más de cinco o seis recetas en jornadas de seis y más horas de trabajo. Está convencido de que los mejores platos surgen en el fogón. De esa manera ha hecho todos los suyos.

Si tuviera que decir ahora qué rasgo distingue a Gilberto Smith, diría que la dignidad. Añadiría enseguida que es un hombre afable y simpático. También altivo e inmodesto, no en balde es el cocinero más laureado del mundo. Respondió a mis preguntas con sinceridad, sin dobleces, sin apenas meditar sus palabras. Se apasionó a veces – tiene imágenes muy punzantes de su vida- pero supo distenderse a tiempo e imponer los ademanes elegantes que le son habituales en las degustaciones de sus platos cuando anuncia a los comensales que está servida la tabla. Unos ojos perspicaces y chispeantes son lo más sobresaliente de su cabeza redonda y calva que corona un torso cuadrado.

Esta es su vida, tal y como me la contó a mí, y como yo se la contaré a él ahora.

Voces de América Latina/Ciro Bianchi Ross

Voces de América Latina/Ciro Bianchi Ross

Editorial Arte y Literatura
Ciudad de La Habana, 1988. 362 p.

Este es el libro de un periodista, no el libro de un crítico

Como periodista me acerqué a los narradores cuyas entrevistas aparecen en este volumen. Quería aproximarme a su intimidad y conocer, relatado por ellos mismos, el revés de la trama, es decir, las circunstancias que rodearon la aparición de algunos de sus libros, detalles biográficos que se reflejan en su quehacer, sus relaciones con el periodismo cuando las hubiere, el nacimiento de sus vocaciones y métodos de trabajo, asunto que interesa cada vez más al lector que cree encontrar así el modo de develar el misterio de la creación y humanizar al escritor… Deseaba ofrecer, en suma, una visión de cómo vive y trabaja un grupo prestigiosos de narradores latinoamericanos, y hacerles hablar acerca de sus sueños y recuerdos.

El azar me ayudó mucho, y el esfuerzo y, en ocasiones, la constancia hicieron el resto a fin de que pudiera reunir aquí a un conjunto de figuras significativas. Todos marcan hito en las letras de sus fronteras nacionales y repercuten con su obra en toda América Latina e incluso más allá de los límites de nuestro continente. Son creadores que en buena medida han contribuido a que el lector latinoamericano tenga fe en sus narradores. Podrá objetárseme que en este libro faltan nombres; no creo, sin embargo, que pueda asegurarse que sobra alguno. El más antiguo de estos textos es el de José Lezama Lima; el más reciente, el de José Luis González. Excepto Miguel Barnet, Pedro Jorge Vera y Mario Benedetti que lo hicieron por escrito, el resto respondió de viva voz y yo recogí sus palabras sin valerme de la grabadora en ningún caso. A veces, la tomé al dictado; otras, anoté sólo lo que me pareció más especial, y siempre traté de memorizar la mayor cantidad de pormenores posible. Ni con Julio Cortázar ni con Augusto Monterroso hice un solo apunte. Decía Truman Capote que cualquier persona  es capaz de recordar con exactitud lo que dijeron dos horas antes…

Aunque se hicieron  a lo largo del tiempo, a veces con largas pausas entre una y otra, todas las entrevistas se concibieron con el fin último de que apareciesen en un libro como éste. Partí de una premisa esencial al hacerlas: una entrevista es un juego no necesariamente plácido entre dos o más personas. Procuré siempre tocar el fondo del entrevistado, y en el transcurso de la conversación pinché, pero no ataqué, provoqué, expuse mis criterios y opiniones, pero terminé aceptando el punto de vista de mi interlocutor.

A diferencia de lo que hice en Las palabras de otro, recopilación de entrevistas con escritores cubanos publicadas en 1983, en que cada texto era diferente a los demás – lo que la crítica señaló oportunamente-, en este libro, salvo en dos o tres casos, seguí el método convencional de preguntas y respuestas ya que me pareció el más pertinente y válido – directo- para reflejar el pensamiento y el sentir de las personalidades escogidas. Creo que de esa forma se logra una comunicación más eficaz entre el lector y el entrevistado, por esta vez al menos.

Trabajé siempre con cuestionarios cuidadosamente elaborados que no excluyeron nunca las preguntas que surgían al calor de la conversación. Propicié un clima de confianza durante el diálogo, y luego, a la hora de trabajar el texto traté de ser lo más fiel posible a sus palabras, como es lógico, y también a su modo de decir.

El único inconveniente fue el tiempo. Durante su visita a Cuba, la mayor parte de estos   escritores tenía un programa apretado de actividades y las entrevistas debieron adaptarse a esa situación.

Aún así creo que se hallarán aquí las opiniones auténticas que esos narradores tienen sobre su propia obra y acerca de muchos de los temas que les preocupan como hombres, y también datos de índole personal que resultarán atractivos. El lector quizás pueda abarcar la humanidad enorme, el desenfado, la honestidad aplastante de algunos de ellos, y la arrogancia y la autocomplacencia de otros.

Un hombre en la noticia/Ciro Bianchi Ross

Un hombre en la noticia/Ciro Bianchi Ross

Editorial Pablo de la Torriente, La Habana. 1989

Prólogo

Nunca he escrito una cuartilla que no sea por encargo

Se repite con frecuencia que un autor es siempre mal crítico de su propia obra, y yo no me atrevería a asegurar que seleccioné en estas páginas mis mejores trabajos periodísticos. Cuando se ha publicado mucho – tal vez, demasiado- y ése es mi caso, uno tiende a portar una suerte de antología ambulatoria que le permite olvidarse de muchas otras cosas a fin de no correr el riesgo de vivir aplastado por ellas.

Si antes de recibir la proposición de la editorial Pablo de la Torriente, de la UPEC, para publicar este libro, alguien me lo hubiera preguntado, yo habría podido responderle cuáles de mis reportajes, entrevistas, crónicas, comentarios, notas… dados a conocer a lo largo de más de 20 años, me satisfacían más. Pero abocado a esta selección, sucedió que algunos de esos textos se me cayeron de las manos en tanto que de la relectura emergían otros, relegados en la memoria y minimizados en una escala personal de valores, que comencé a ver de manera diferente. No digo que sean mejores ni más eficaces, pero son los  que están aquí. Y antes de que alguien lo descubra, me apresuro a reconocer que este volumen, más que una muestra de mi quehacer profesional lo es, sobre todo, de mi trabajo más reciente, con el que me identifico más. Creo que a todos les sucede lo mismo.

Vi mi nombre por primera vez en letra impresa cuando tenía 17 años. Hoy, cuando releo aquel artículo inicial, que envié por correo a Luis Gómez Wangüemert, entonces director del periódico El Mundo, no me explico qué lo movió a publicarlo y, lo que es más, a pagármelo y a sugerirme una colaboración eventual en el diario. Lo cierto es que con aquellas dos cuartillas, las únicas que había escrito y que aparecieron en la página editorial, se decidía mi destino: a partir de ese momento, el periodismo condicionaría mis lecturas, mi vida personal, mis ambiciones.

A El Mundo siguió una colaboración más o menos sistemática en La Gaceta de Cuba, mensuario de la Unión de Escritores y Artistas, y ya en 1972 me vinculé a la revista Cuba Internacional, que dio portada al primer trabajo mío que acogió en sus páginas. Fue un momento particularmente importante de mi carrera, emocionante, diría mejor, pero hoy veo todo eso  como mi prehistoria en la profesión. Aunque recogí en libro algunas de mis publicaciones de aquella época, fueron años en los que me debatí entre la duda y el complejo de ineptitud, y de noches enteras frente a un manojo de cuartillas acribilladas por las tachaduras. Creo que empecé a encontrarme conmigo con mi entrevista a René Portocarrero, en 1978. No es extraño entonces que el texto más antiguo que incluye este volumen sea precisamente ése.

Aquellos años dejaron ganancias positivas. Etapa de búsqueda y encuentro, me llevó a convencerme de que la meta primera y última de un reportero es la de hacerse imprescindible en su redacción, y procuré moverme libremente entre los géneros y no encasillarme en temas ni sectores, pues más allá de la especialización, hoy tan en boga, creo que un periodista que lo sea de veras  tiene que ser capaz de abordar con eficacia cualquier asunto, aunque muy otras y distintas sean sus preferencias.

Entonces aprendí con Wilfred Burchett que los géneros periodísticos se respetan, se violentan y se mezclan a voluntad; con Lisandro Otero, que el buen reportaje es también literatura; con Enrique de la Osa, la dimensión cúbica de la noticia; y con Gregorio Selser, el respeto escrupuloso a las fuentes. Las entrevistas que conforman El oficio del escritor, me enseñaron cómo se hacía una entrevista, y en las crónicas de Elena Poniatowska y de Norman Mailler admiré una libertad y una soltura que nunca he podido conseguir en las mías. Carpentier periodista fue todo un maestro en el sentido más completo del término, y lo sigue siendo.

El tiempo no transcurre en vano. Hoy me encasquillo menos, la página en blanco deja de tener cara de enemigo y las palabras salen a veces con una facilidad que es también engañosa y perjudicial,  pero aún me debato entre la incertidumbre y el complejo de  ineptitud, y las noches son tan largas como las de antes para, al final, no sentirme casi nunca satisfecho en este oficio desolado, privilegiado y terrible, que uno ama y detesta a la vez.

Salvo las primeras de El Mundo, yo nunca he escrito una cuartilla que no sea por encargo. Esto quiere decir que son otros los que escogen mis temas y determinan el género en que debo tratarlos, y el tiempo que les puedo dedicar.

Este libro es como una barraca de feria, un cajón de sastre, tan heterogéneo y diverso como mi trabajo  en todos estos años. En sus páginas quise recoger una muestra de aquella parte de mi labor que guarda relación con el reportaje y la crónica. Tiene, sin embargo, un denominador común, el hombre que hace posible la noticia y la protagoniza, un hombre excepcional a veces y otras común y humilde que aunque no lo sepa es también excepcional en lo suyo; la mal llamada “gente sin historia” que tiene casi siempre una historia muy rica que contar.

Excepto “La rusa de Baracoa”, que apareció en la revista Revolución y Cultura, todos estos materiales vieron la luz originalmente en Cuba Internacional. Eso explica el porqué de algunas aclaraciones que huelgan para el lector cubano. Al final de cada uno de los textos se consigna el año de su publicación. El orden con que se insertan pretende atenuar la probable fatiga de quien los lea.

No retoqué estas páginas aunque estuve tentado de hacerlo, y sólo en muy pocos casos, como el de “Federico en Cuba”, precisé detalles que quedaron claros tras una ardua investigación posterior que quizás algún día recoja en libro. Retocarlas no tenía sentido; distorsionaría la intención de un volumen con éste. Ya se sabe que el hombre es un instante sensorial infinitamente polarizado; de volver a enfrentar estos temas con una cuartilla, pocos quedarían de la misma manera.

Un intruso con oficio

Un intruso con oficio


Armando Chávez

Cuando Ciro Bianchi Ross sale a conquistar mundo, se arma de una tablilla con bastante papel, reúne un puñado de preguntas y se llena de paciencia para tocar donde no lo llaman e interrogar escudado en ese tácito acuerdo que es el periodismo.

Luego, ante amigos y auditorios de aprendices, disfruta en ocasiones de atribuirse con la mayor naturalidad uno de los raptos de lucidez verbal que le dejaron en la memoria Otero Silva, Saramago, Cortázar o aquellas tarde de la década del setenta marcadas por el ritmo asmático y el humo del tabaco de Lezama Lima.

Después de más de tres décadas de inquirir a famosos (con admiración confesa por Norman Mailler), ha terminado él mismo por ser un poco personaje, dispuesto a sazonar los diálogos con agudezas propias y las de sus entrevistados. Esa es la mejor constancia de con cuánta fijeza conversa, de con cuánto gusto ha escuchado.

Dentro del periodismo, oficio desolador, terrible y privilegiado, que ama y detesta a la vez –según dice-, él ha persistido en reincidir en el ejercicio de la entrevista, que, aunque tiene la recompensa de codearse e incluso intimar con ídolos, a veces deja el sabor amargo y duradero de presentir sus más endebles costados.

A sus cuatro títulos de entrevista, Ciro agrega ahora Oficio de intruso, un conjunto de textos que guardara en las gavetas de sus archivos en Santa Amalia (de los que tanto se ufana), esperando a que pasara tiempo suficiente para saber si las palabras habían naufragado irremediablemente o mantenían poder de seducción.

Los personajes agrupados en el nuevo tomo son todos cubanos, entregados a las profesiones del arte más disímiles: Alberto Díaz (Korda) Pablo Armando Fernández, Jorge Luis Prats, René de la Nuez, Enrique Pineda Barnet, Nilda Rodríguez, Umberto Peña, Cintio Vitier, Julio Girona, César López, Electo Silva, Celina González, Nancy Morejón, Harold Gramatges y Lisandro Otero.

Publicado bajo el sello Unión, de casi 200 páginas, el volumen viene a ubicarse en un espacio casi siempre desolado en la industria editorial cubana, la entrevista; viene a saciar ese deseo de conocer de primera voz las obsesiones, titubeos y azares escondidos detrás de la creación y cuánto de excepcional y común hay en cada autor.

Son conversaciones sostenidas bajo el deseo de mantener la fluidez, esquivar los tonos ampulosos, pulsar la vena íntima, tantear terrenos arduos y polémicos – nunca acorralar- y descubrir el costado humano del interlocutor, sacando a flote, sin ensañamientos, poses, autocomplacencias, vanidades.

Ciro ha sabido conversar sin obnubilarse, aguijoneando pero sin atacar, poniendo sus cartas sobre la mesa, pero aceptando las salidas de su interlocutor. Nunca graba, prefiere copiar o, incluso, memorizar (como recomendaba Truman Capote), así seguramente esquiva las incoherencias, reiteraciones y titubeos de las respuestas.

Tiene la elegancia de dejar al interlocutor en primer plano y pulir el texto de tal forma que quede tan vigoroso que el entrevistado al verse en letra impresa nunca dudará en darse a sí mismo una palmada por tanta coherencia ante al cuestionario, sin reparar en la paciencia de relojero con que reinventaron su discurso palabra a palabra.

Apartado siempre del tropel de las redacciones, Ciro Bianchi prepara ya otro volumen de conversaciones, que tienen la intención de ser más acuciosas y de contar con la complicidad total del entrevistado. Como siempre, en días de nueva empresa, es capaz hasta de cambiar de número telefónico con tal de que lo dejen hurgar en archivos y escribir en paz.